Gerardo Mantero
En el próximo mes de octubre se realizarán las elecciones nacionales en nuestro país. Desde siempre, este hecho es una mixtura de tradición, celebración y ritual democrático no exento de cierto dramatismo y exaltación pasional. También se está constatando en otros sectores de la sociedad un creciente desinterés y desilusión por el ejercicio de la política que va perdiendo su esencia, por la imposición de la “democracia mediática” que se expresa midiendo la performance de los partidos y los candidatos, a partir de gestos, imágenes, y gráficas donde se trata de ubicar el porcentaje de indecisos, que a la postre es el gran botín.
Ante la inminencia de las elecciones nacionales, y la concreción de un nuevo gobierno, es necesario replantearse el sentido y la importancia de las políticas culturales; analizar las conclusiones que dejó un proceso eleccionario pautado por un progresivo vaciamiento del discurso y por la imposición de la llamada “democracia mediática”, en donde importa más lo cuantificable que la búsqueda de la verdad.
En un reciente encuentro realizado en la Facultad de Humanidades, los panelistas y asistentes respondían a sugerentes preguntas: ¿la política cabe en los partidos?, ¿los partidos caben en las elecciones?, las elecciones caben en las predicciones de las encuestadoras?, ¿la timba de los porcentajes electorales le ganó al juego político? El filósofo Sandino Núñez, uno de los exponentes en dicho encuentro, se expresaba al respecto: “La racionalidad descriptiva (que explica lo sucedido, no lo que ocurrirá) ha sido desplazada por la razonabilidad predictiva, que proyecta a futuro un escenario y espera que se produzca, que ocurra el happening, se prepara, se anuncia y ocurre. Después se explica desde el discurso del día anterior” (…) “la encuesta ha sustituido, eliminado, la posibilidad de instalar un debate conceptual”.
En la actual campaña política se está observando un desplazamiento del debate de ideas y de propuestas. El caso más notorio es la falta de discusión de dos visiones que, en los últimos tiempos, convivieron en la izquierda: la que quería profundizar los cambios en la orientación ideológica tradicional (mayor justicia social, privilegiar el país productivo), y la otra izquierda posible a la luz de los condicionamientos que impone la globalización y la hegemonía del capitalismo. Tal vez esta sea una de las explicaciones a la falta de asistencia a las urnas en las últimas elecciones internas de amplios sectores de la coalición de gobierno. Esta ausencia de debate es un error político, pues la discusión hace a la cultura de izquierda.
En los partidos de oposición, el paisaje se repite. En el Partido Colorado se asiste a una huída del discurso batllista en favor de un pragmatismo a lo Nicolas Sarkozy o Mauricio Macri, liderado por Pedro Bordaberry; y en el Partido Nacional se apela a la figura de Wilson Ferreira Aldunate (quien fuera la izquierda del partido) por correligionarios que -diciéndose sus discípulos- se abrazan con el herrerismo, borrando todo límite ideológico.
En este escenario de vaciamiento del sentido de la política, los protagonistas del ámbito de las artes han reclamado reiteradamente que la cultura sea incluida en la agenda del gobierno, integrando la lista de prioridades y desterrando para siempre la falsa dicotomía entre lo urgente y lo esencial. Existen algunas señales de avances en esa dirección. En la reciente campaña interna, el tema estuvo -en mayor o menor grado- arriba de la mesa. Haciendo un relevamiento objetivo y puntual, el contador Danilo Astori -en un encuentro que tuvo lugar en el teatro Stella en el marco de su campaña para las elecciones internas- expuso una serie de medidas para fortalecer el desarrollo cultural. A los pocos días, el otro candidato de la izquierda uruguaya, José Mujica, se reunía con célebres figuras de la cultura y resaltaba el importante papel que tiene el pensamiento en el proceso de transformación de la sociedad. En el Partido Nacional se trató el tema con menos acento: apenas una visita simbólica de Larrañaga al Teatro Solís, y declaraciones de Lacalle a favor de que el servicio diplomático actuara como propagador de nuestra cultura, más la peregrina idea de crear una especie de entrega de los Oscar “a la uruguaya” en el Estadio Centenario.
En lo que va de la segunda etapa con miras a los comicios de octubre, el tema no se ha vuelto a tratar más allá de alusiones esporádicas. Tal vez sea otra señal desde la izquierda de un saludo a la bandera, o la distancia que ha tenido la derecha hacia el tema, o quizás síntomas de la falta de sustancia de una campaña más parecida a un frío juego de ajedrez que a la confrontación de visiones que puedan definir el futuro del país.
Las relaciones del poder con la cultura siempre han sido conflictivas (en todos los tiempos y en todos los sistemas políticos) por la naturaleza de ambas actividades: una, dominada por la praxis que impone la conquista del poder, y la otra, instalada en la abstracción que implica la búsqueda de lenguajes que expresen pensamientos o hechos artísticos. Al decir de Gerardo Caetano: “¿Qué es un intelectual por definición?, como investigador es un escéptico, no se enamora fácilmente de las ideas, debe peinar la historia a contrapelo, debe ser el huésped incómodo que tiene su rol en cuestionar saberes convencionales o sentires comunes instalados, y que para serlo debe tener un espacio de libertad y de creatividad”. En este grupo conviven conductas de toda clase. Son habituales las clásicas idas y venidas, acomodos de cuerpos, fidelidades pretéritas y renovadas, múltiples guiñadas al poder, exacerbados personalismos, solventes trayectorias, dolorosas experiencias del pasado reciente, justas reivindicaciones. Se podría decir que estos reclamos se basan en el protagonismo de los hacedores culturales y en la construcción de un entramado sociocultural que no admitió claudicaciones y que sorteó el oscurantismo de la dictadura y las posteriores debacles económicas. Se podrá fundamentar la importancia simbólica de la cultura por su poder transformador y la creciente valorización desde la perspectiva económica (creación de puestos de trabajo, por ejemplo). Pero también se requiere de un ejercicio continuo y cuestionador del papel de la cultura ante el escenario que nos plantea un país fragmentado que trata de integrarse a un mundo de desafíos de interpretación constante.
El gobierno frenteamplista y la cultura
En el pasado, los parámetros que manejaban todo lo concerniente a lo cultural se inscribían en un contexto dominado por otras urgencias. En el año 2007 hicimos un reportaje a José Pedro Barran en donde nos recordaba: “Cuando Batlle estuvo en Francia cuatro años, en su correspondencia no hay la menor referencia a las escuelas plásticas más modernas. Sí hay de las ideas políticas modernas que hablan de llevar la cultura al pueblo. De lo que se trataba era de sacar al pueblo de la ignorancia, de la sombra, del alcohol. Salvarlo. A nadie se le ocurría que el pueblo tenía su propia aspiración cultural o su cultura.”
Desde otro ángulo, se podría decir que siempre existieron políticas culturales porque la ausencia de las mismas determina una. Salvo los antecedentes valiosos que tuvieron a Tomas Lowy como administrador, la mirada abarcativa y la visión antropológica se desarrollan en la segunda administración frenteamplista cuando asume Mariano Arana como intendente y Gonzalo Carámbula como director de cultura, al tiempo que se incorpora el aporte de Luis Stolovich en lo que tiene que ver con el impacto económico de la actividad referida. Fue en esa época donde los artistas podían acceder a fondos por la vía de flamantes concursos (Movida Joven, Fondo Capital). Se realizó, además, inversión en infraestructura, como la creación de la Sala Zitarrosa, el reciclaje del Teatro Solís, mejoras en el Subte Municipal y el Museo Blanes. Se incorporó el concepto de gestión cultural al potenciar la actividad de los elencos estables (Comedia Nacional, Filarmónica, Sinfónica) y la EMAD. Más allá de las distintas opiniones que se puedan tener de este proceso, y haciendo la salvedad que en el área de las artes visuales se siguió con la tendencia de nombrar administradores de espacios que gestionaban de acuerdo a su criterio. La IMM fue una plataforma de consolidación de una fuerza política que finalmente llega al gobierno en las elecciones del 2005. Este hecho generó una gran expectativa en los ámbitos de la cultura, en algunos casos desmedida, pero fundamentada por una estrecha relación de esta fuerza política con la mayoría de los integrantes del colectivo.
Durante el último lustro, agentes culturales, gestores, artistas y docentes participaron en distintos talleres organizados por instituciones públicas y privadas para discutir acerca de las gestiones culturales a la luz del recién estrenado gobierno. La masiva participación estaba signada por la esperanza de cambios cualitativos. Coloquios, conferencias y mesas redondas se sucedieron desde fines de 2005 en distintas ciudades del país. Los resultados de esos encuentros fueron disímiles, pero varias de sus conclusiones (“La cultura da trabajo”, “Uruguay grifa cultural”) cayeron en manos del aparato burocrático y en algunos casos fueron tomadas como insumos de la novel administración. Rápidamente, este estado de ánimo se vio coartado por hechos políticos que determinaban una vez más que la cultura iba a ocupar un lugar secundario. La nominación del Ing. Brovetto, que cumplía la doble función de ser presidente del Frente Amplio y Ministro de Cultura, evocaba a las claras que se privilegiaba la función política sobre la idoneidad que requiere el cargo. Otro tanto pasaba en la Dirección de Cultura del MEC con el nombramiento de Luis Mardones, cuyos antecedentes anteriores remitían a los ámbitos de la política y la administración. Aunque se explicó que los grandes temas a contemplar eran las artes, las tradiciones, el patrimonio y el pensamiento (a lo cual se agregó el apoyo a los jóvenes), se evidenció rápidamente que no se tenía un proyecto acorde a los insumos que tradicionalmente identificaban a la izquierda.
Y si bien la problemática relacionada a los jóvenes es un tema de preocupación nacional, en el caso de su vinculación con el área de las artes generó una serie de confusiones conceptuales, relacionando lo joven con lo “nuevo”, con la queriendo o sin querer, el apoyo a una tendencia estética en desmedro de otras, lo cual determinó una visión dirigista y unilateral. Existen dos ejemplos reafirmatorios de las carencias antedichas: el del Museo Nacional de Artes Visuales, y el del Canal 5 (TNU). En el primer caso, se decide culminar con la gestión de 36 años de Ángel Kalenberg, período que ya exigía una rotación de las miradas, más allá de las evaluaciones que pueda merecer su desempeño como director. En mayo de 2007, asume en ese cargo la psicóloga y artista visual Jacqueline Lacasa, con su proyecto “Museo Líquido” (que alude a su interpretación del pensamiento del sociólogo polaco Ziygmunt Baumann). Sin discutir en profundidad el pensamiento crítico sobre las relaciones sociales que plantea Bauman (en medio de las polémicas que se dieron por la falta de antecedentes para el cargo y por la tendencia artística en que se inscribía), su gestión se caracterizó por una actividad vertiginosa que mezclaba desordenadamente exposiciones de obras de artistas vivos con retrospectivas de maestros como Fonseca o Ventayol, con un diseño de actividad más parecido al de un centro cultural que al de un museo. Su gestión no llegó a los dos años pues se decidió subrogarla. Se realiza un llamado a concurso y se la sustituye por Mario Sagradini, acompañado por Pablo Thiago Rocca y Raquel Pontet en las áreas de investigación y conservación respectivamente. Sagradini titula su proyecto “Museo Nodo”, y establece una diferenciación con el “museo de puertas abiertas” de Lacasa, por un “museo de puertas giratorias”. En el escaso tiempo de su gestión, Sagradini expuso el museo vacío para luego inaugurar la primera muestra de su gestión a mediados de julio. La hiperactividad anterior, se modifica radicalmente por lo que parecería ser una reflexión del rol del museo y una preocupación por redefinir el “espacio del cubo blanco”. En ese marco, se inscribe la visita del arquitecto y artista Clorindo Testa, responsable de la primera reforma en el año 1969. El poco tiempo de gestión y una perspectiva un tanto difusa dificultan una evaluación más precisa. Al mismo tiempo, desde la Dirección de Cultura, Hugo Achugar anuncia la creación de un Museo de Arte Contemporáneo en un pabellón de la vieja cárcel de Miguelete. En principio esto una buena noticia, dado el notorio déficit en infraestructura museística que ostenta nuestro país. En el caso de Canal 5 (TNU) el análisis es más lineal y con resultados más visibles.
El gobierno partió de un escenario más definido, con un pasado signado por períodos lamentables e intentos fallidos de reforma que obligaban a un cambio radical en un área especialmente sensible como es el de la relación de los medios de comunicación y el Estado (en el entendido de que éste es el administrador de las ondas que son patrimonio de la humanidad). El proceso comenzó con la conducción de Sonia Breccia con una limpieza de la grilla e instalando un formato donde se ponía el énfasis en lo informativo, con algunas carencias en cuanto al lenguaje audiovisual, pecando de cierta solemnidad y acartonamiento. Luego, pasa a ser sustituida por Claudio Invernizzi, quien, después de un lapso de estudio de la situación, comienza a imponer una comunicación más distendida y una adecuada interpretación del papel del canal oficial incorporando programas que son un aporte al entretenimiento y la reflexión (Prohibido Pensar, La historia de la música popular, Alterados por Pi) y que logran re posicionar al canal, democratizando y redimensionando el papel de la caja boba. En los dos casos (MNAV, Canal 5) se evidenció una voluntad de cambio sin un plan que emergiera de una definición conceptual para la posterior instrumentación de la acción. A esto le sumamos el atraso curricular en relación a la formación especializada y a la imposibilidad de revertir el inmenso peso de la burocracia; a tal punto, que los dos últimos directores del MNAV se refieren a la habilitación de Bomberos como un “debe” a solucionar. En el intrincado tema de la relación de los medios de comunicación (tema que tímidamente se está abordando al final del período, de nuevo se tendría que tener una estrategia que permita la elección del funcionario indicado para llevar adelante el proceso: para desterrar esa codicia refundacional que existe en nuestro país que deja de lado uno de los principios básicos en la construcción de los procesos culturales, como lo es la continuidad afirmada en la acumulación de experiencias que confluya en la instrumentación de un proyecto estudiado concienzudamente. Haciendo la salvedad de que no se puede negar la importancia de la marca personal en cualquier gestión, no sería deseable que en los ámbitos de la cultura los responsables de llevar adelante las políticas correspondientes, fueran meros ejecutores sin iniciativa ni creatividad.
Con el mismo criterio antimaniqueo, también hay que señalar que la asunción de la actual Ministra de Cultura, la Ing. Maria Simón, supuso una señal de rectificación de caminos pues ella demostró otro conocimiento y compromiso con la cultura. El primer síntoma es priorizar la idoneidad ante la lógica política: las designaciones en la Dirección de Cultura, en el Museo Nacional de Artes Visuales, y en Televisión Nacional, van en la misma dirección.
También existieron en este período una serie de acciones que determinaron aportes: los Fondos Concursables y los nuevos Fondos de Incentivo Cultural (más conocido como Ley de mecenazgo) que hay que seguir evaluándolos en el tiempo; la finalización del complejo del SODRE, la reparación económica del Teatro El Galpón, la inversión en el interior del país como el Proyecto Desembarco, que en muchos casos significa la diferencia entre la existencia y la inexistencia de la actividad cultural; la creación del Museo de la Memoria, los fondos destinados a la producción teatral (Montevideo Ciudad Teatral, el Proyecto a Escena -grupos independientes establecidos o no, pagando a las salas por los servicios- y la ya instalada COFONTE), la Ley de Cine que aporta un millón de dólares anuales que, sumados a los fondos existentes (FONA e Ibermedia), incentivan la producción del laureado cine nacional. La aprobación del Estatuto del Artista y Oficios Conexos (más conocida como Ley de jubilación para los artistas) y el ingreso de Uruguay a Iberescena e Ibermuseos (el equivalente de Ibermedia en otras áreas).
En lo referente a las artes visuales, la novedad de significación no fue la confusa política del Estado, sino la intervención de teóricos y artistas en polémicas públicas que tratan de desentrañar los dilemas contemporáneos y la imprescindible interacción entre los hacedores culturales y el Estado. En muchos casos se evitaron males mayores (como el caso del desactivado traslado de la intervención de Espínola Gómez en el Palacio Estévez –ver nota de Oscar Larroca en pág. 12) y en otros se cumplió con la función de desarrollar el imprescindible espíritu crítico que tiene la cultura en la sociedad.
Ante el inminente comienzo de una nueva etapa a partir de la elección del próximo gobierno, es necesario replantearse el por qué de las políticas culturales, más allá de reclamos corporativos, intereses personales o partidarios. Es sabido que con atraso todo llega a nuestras costas. Es probable que, al decir de Baumann, nos internemos en la “modernidad líquida” donde las relaciones sociales pierden consistencia para transformarse en una materia viscosa, difícil de asir o desentrañar. O lo que algunos pronostican como un estado de ebullición: una caldera a presión condimentada por el recalentamiento global, las burbujas financiares, las recientes pandemias, y los conflictos étnicos y religiosos que no encuentran solución inmediata. Es posible que este escenario de fondo explique las sombras y las luces de las políticas referidas a la educación y la cultura, y la pérdida creciente del sentido primigenio de la política. Lo que es inexorable es que una restauración del sentido de las cosas pasa por la acción de la educación y la cultura: las únicas herramientas de transformación real que atraviesan transversalmente todos los estamentos de la sociedad.
Las respuestas se inscriben en un territorio que tiene que ver -en todos los planos- con una acción de supervivencia de la especie, de salvata desactivado traslado de la intervención de Espínola Gómez en el Palacio Estévez –ver nota de Oscar Larroca en pág. 12) y en otros se cumplió con la función de desarrollar el imprescindible espíritu crítico que tiene la cultura en la sociedad. Ante el inminente comienzo de una nueva etapa a partir de la elección del próximo gobierno, es necesario replantearse el por qué de las políticas culturales, más allá de reclamos corporativos, intereses personales o partidarios. Es sabido que con atraso todo llega a nuestras costas. Es probable que, al decir de Baumann, nos internemos en la “modernidad líquida” donde las relaciones sociales pierden consistencia para transformarse en una materia viscosa, difícil de asir o desentrañar. O lo que algunos pronostican como un estado de ebullición: una caldera a presión condimentada por el recalentamiento global, las burbujas financiares, las recientes pandemias, y los conflictos étnicos y religiosos que no encuentran solución inmediata. Es posible que este escenario de fondo explique las sombras y las luces de las políticas referidas a la educación y la cultura, y la pérdida creciente del sentido primigenio de la política. Lo que es inexorable es que una restauración del sentido de las cosas pasa por la acción de la educación y la cultura: las únicas herramientas de transformación real que atraviesan transversalmente todos los estamentos de la sociedad. Las respuestas se inscriben en un territorio que tiene que ver -en todos los planos- con una acción de supervivencia de la especie, de salvataje dramático de lo esencial y de una concepción humanista que ubica al sujeto en el centro de la acción. Esto sí requiere de una decisión política, cimentada por la presión ejercida desde la ciudadanía debidamente instruida e informada, ya que los verdaderos cambios crecen desde el pie.