(Conversando con Gonzalo Carámbula)
Conversación con Cecilia Pérez Mondino y Danilo Urbanavicius, en la Facultad de la Cultura del CLAEH, 2 de octubre de 2014. Los entrevistadores pertenecen al equipo de la Facultad de la Cultura del claeh. Cuadernos del CLAEH. Segunda serie, año 34, n. º 102, 2015-2, ISSN 0797-6062 ∙ Pp 169-184-169.
La gestión cultural, como concepto y práctica, como política y profesión, es su historia y la de las personas que la emprendieron. Hubo y hay quienes, cual Jourdain, la hicieron como la prosa, sin saberlo. Y hubo pioneros, los que quebraron la línea de lo instalado y confortable, fueron conscientes de su experiencia y dialogantes con otros mundos más allá de la cultura estrictamente entendida: el de la política, la economía y la sociedad. Abrieron caminos en medio de restricciones, descubrieron oportunidades y dejaron un programa de exigencia y compromiso.
Ahora hay que decir que en la gestión de la cultura nada puede hacerse igual —organizarse, concretarse, pensarse en sus implicaciones, formarse profesionalmente— después de Gonzalo Carámbula (4/9/1952-20/5/2015). Esta conversación, editada hoy con el mayor cuidado, ocurrió hace menos de un año, cuando nuestro querido Gonzalo se prodigaba contra la enfermedad y aun así encontraba un momento de calma para dejar su último testimonio, generoso y por muchos motivos acuciante.
—Se nos ocurre en este caso, tal vez con algo de arbitrariedad pero también de utilidad para un relato del Uruguay, poner una fecha o hito en 1985 para el inicio de la etapa contemporánea de la gestión cultural. ¿Qué te parece?
Gonzalo Carámbula (GC): Está bien, la podemos ubicar en 1985 pero con un salto para atrás al 82, quizás, para poner mojones visibles, institucionales o de cierta relevancia. En el 85 lo relevante es la dirección de Tomás Lowy. También hay un contexto político que remite a la cbi, el grupo político Corriente Batllista Independiente que integraba Tommy Lowy y reunía en torno al semanario Jaque una serie de reflexiones más vinculadas a las artes. Jaque era un semanario de resistencia a la dictadura en el 83, 84, dirigido por Manuel Flores Silva. Y en ese grupo estaba Alejandro Bluth, el secretario de redacción. No es menor el papel que tuvieron Alejandro Bluth, Flores Silva, Tommy Lowy para plantearle a Aquiles Lanza, que era el intendente —y un gran intendente que lamentablemente murió luego de un año— que creara el Departamento de Cultura en la Intendencia de Montevideo. Un Departamento de Cultura diferente de los posteriores en sus competencias, ese es un concepto que hay que tener en cuenta. Me parece importante ubicar ese colectivo, porque las cosas no nacen en un repollo. Ahí hubo un germen que obviamente se personifica en Tommy Lowy de una manera significativa, como director, pero Alejandro Bluth integra el Departamento de Cultura como su mano derecha. Lo que me parece relevante desde el punto de vista institucional es que se le da nombre y apellido de Departamento de Cultura, que en la nomenclatura de la Intendencia es un cargo de jerarquía. Después del intendente y el secretario general, los departamentos son los cargos de mayor jerarquía política. Desde entonces, la cultura ocupa un lugar de relevancia política que hasta ese momento no ocupaba. Y lo interesante es que esa no es una cuestión del Partido Colorado, porque no sucedió lo mismo en los otros departamentos que gobernaba el Partido Colorado.
—¿Es un tema de esa gestión o de escala?
—La mayoría de los departamentos del país en el 85 estaba gobernado por el Partido Colorado, pero no crean en cada uno un Departamento de Cultura. Es más, muchos quedan muy subsumidos en otras áreas, o en Bienestar Social o en la Secretaría General o en la Casa de la Cultura o en Turismo. De modo que no hubo una conceptualización partidaria genérica, sino una ubicación estratégica a partir de un grupo y de una situación muy interesante que vivía Montevideo, vinculada a la cultura.
—Como a Lowy con Lanza, a vos te asocian con Arana.
—A mí me citan con Arana, que obviamente para mí fue un respaldo enorme; él me estimulaba… Es un hombre de la cultura como tal, no de las políticas culturales o de la gestión cultural, eso no formaba parte de la cabeza de Mariano. Es decir, Mariano sí es clave en patrimonio, pero él ha contado muchas veces que todo el tema de la economía de la cultura le sonaba rarísimo… Mariano generaba en la ciudad una actitud pedagógica no solo sobre lo urbano, sino sobre el papel de la cultura de la que obviamente formaba parte; además habilitaba el juego de las políticas y la gestión que nosotros desplegábamos. Pero un origen de esto está en el 85, con la ubicación colectiva que promovió Tommy Lowy, que fue muy importante y que convocó a mucha gente de izquierda, del Frente Amplio, lo cual es otra lección interesante. Sin preocuparse de lo partidario. Y lo mismo sucedió cuando luego fue director de Cultura en el gobierno nacional. Tampoco tuvo preconceptos partidarios o sectoriales.
—¿Cómo es el inicio de tu historia con la gestión cultural?
—Yo era diputado y ahí empecé con estos temas de política y gestión cultural. Antes de 1973 el Poder Legislativo se había caracterizado por comprar, cada tanto, pintura nacional. Durante la dictadura hubo un severo cuestionamiento —que después se mostró que tenía fundamentos— por el descuido de la pinacoteca del Palacio Legislativo (dispersión en oficinas, falta de mantenimiento, etcétera), que era una de las mejores del país. Ese fue un clima que se armó dentro de ese panorama más general sobre la cultura artística, la preocupación por la cultura artística, la cultura en general de los años 80 – 85. En realidad fue así porque a su vez la cultura artística jugó un papel muy importante en la resistencia a la dictadura y abrió un camino para otras manifestaciones. Había inquietud y una de las preocupaciones era la pinacoteca del Palacio Legislativo.
En ese clima de cierta efervescencia artística, siendo legislador (entré como suplente en la Cámara de Diputados en el 85, después quedé como titular) propuse una innovación: generar un premio de la Cámara de Diputados para la producción audiovisual uruguaya, un premio de 25.000 dólares para un video documental o de ficción de media hora sobre derechos humanos. Ilusamente pensaba que el tema que elegía podía conseguir los votos en el Parlamento —el Frente Amplio era minoría en esa época— y propuse que la primera convocatoria fuera sobre Michelini y Gutiérrez Ruiz, dos ex parlamentarios asociados a dos partidos políticos históricos y vinculados al tema derechos humanos. Y tuve el silencio más absoluto por respuesta de la mayoría parlamentaria, ni bolilla. Poníamos 25.000 dólares. El detalle lo coloco —me asesoré con Henry Segura en aquella época— porque una media hora de televisión ficcionada de producción nacional costaba 35.000 dólares.
—La idea coincidía con un momento en que empezó a haber un poquito de cine uruguayo.
—Sí. Además las latas de las telenovelas brasileñas que en ese momento empezaban su auge costaban apenas 100 o 150 dólares a los canales de televisión; era muy difícil para la producción audiovisual competir sin alguna inyección estatal. A nosotros nos costaba 35.000 dólares la media hora, cuando lo que había en la vuelta del circuito costaba 100 dólares. No salió. Tiempo después propuse la creación del Día Nacional del Tango y ahí sí tuve unanimidad de apoyos en el Parlamento.
—El tango pudo más que los derechos humanos.
—Y que lo audiovisual. Esos fueron mis primeros pasos. Después me empecé a dedicar a la ley de artesanía. En el 92 llegamos a armar un grupo con diputados de todos los partidos con Luis Hierro López, Luis Alberto Heber y Héctor Lescano. Antonio Mercader, que era entonces el ministro de Cultura, nos había puesto «la banda de los cuatro». Yo trabajé mucho en la ley de artesanía; nos costó, la trabajamos con los artesanos. La definición de qué se entendía por artesanía para una ley era un tema de debate a nivel mundial y hasta hoy sigue siendo controversial.
—¿Además estabas estudiando para recibirte como abogado o ya te habías recibido?
—No, ahí había dejado de estudiar abogacía. Empiezo a estudiar abogacía cuando la crisis política, cuando me voy del Partido Comunista. Me voy en febrero del 92 y termi- no la carrera entre el 92 y el 94, para pasarme a la vida privada, ya en plena cuarentena ideológica, en la que permanezco hasta el día de hoy. Y ahí Mariano —hasta el día de hoy no sé impulsado por quién— me propuso para trabajar en el Departamento de Cultura.
—Uno de los ejes de la gestión fue el de la capitalidad cultural de Montevideo.
—Sí. Pero quiero decir que 1995 para mí fue un año de mucho aprendizaje traumático, con algunos éxitos. Por entonces me entero de que habíamos sido nominados para ser Capital Iberoamericana de la Cultura en 1996. La capitalidad cultural del año anterior había sido ocupada por Managua y Managua había hecho un campamento juvenil de 15 días como celebración. Te digo esto por el cambio radical que propusimos.
—También son diferentes situaciones.
—Sí, pero conceptualmente. Yo venía de la política y quería entender y encarar las cosas políticamente… traté de armarme esa composición con mis compañeros. Mariano jugaba un papel clave, pero también mis otros compañeros. Así como mencioné a Bluth en el caso de Tommy, nosotros siempre trabajamos como colectivo cinco personas: la directora de Turismo, en ese momento Sara López (en los cinco años siguientes fue Liliam Kechichián, la actual ministra), Gerardo Grieco los primeros cinco años, después dos compañeros, Álvaro Riccino y Osvaldo Ferreira en los otros cinco; Pablo Buonomo en Deportes, después Fernando Cáceres en Deportes los otros cinco, y Hugo Gandoglia, que era una especie de secretario personal, etcétera. Siempre trabajamos los cinco, siempre éramos un colectivo los cinco.
—Hablabas del aprendizaje, queremos más detalles…
—Sí, espero que esto que digo no se tome como un acto de demagogia: yo aprendí muchísimo de las reuniones con los vecinos, aprendí mucha gestión cultural y políticas culturales en directo. Tengo anécdotas sobre reuniones con comisiones de cultura de los barrios para preparar el carnaval. El Gallego Iglesias, de Flor de Maroñas, les contaba a los otros que los patrocinantes del carnaval eran las barracas y las guarderías, porque las barracas trabajaban en el verano y las guarderías y los jardines en marzo y abril, o sea que los 15 días de carnaval de febrero eran claves para hacer publicidad. Es un aprendizaje directo sobre economía en la cultura. Menos en Flor de Maroñas, en muchos lados eran las mujeres las responsables de las comisiones. «¿Cómo puede ser que tengan —es un ejemplo, pues no recuerdo los precios— el chorizo al pan a 10 pesos y el pancho a 8?». Entonces me contaban —esto era en Paso de la Arena—: «El chacinero de la zona tiene un mercado cautivo —voy a hablar en términos que no usaban ellas—, durante 16 noches de, promedio, 800 entradas, más los niños que no pagaban entrada, 600 entradas vendidas». O sea que tenían un promedio de 1000 y pico de personas todas las noches y el choricero de Paso de la Arena les hacía un chorizo especial para el escenario de carnaval, un poquito más chico, cuidaba los precios pero aseguraba mercado. A ellas les venía muy bien porque sacaban mayor ganancia y podían venderlos más baratos. Y la madre que iba al escenario de carnaval, que llevaba un táper de arroz o un puré de papas compraba dos chorizos y los chiquilines estaban cinco horas y les metía la cena ahí. Eso es gestión, economía de la cultura de otro tipo. Es real lo del aprendizaje. Cuando he visto en otro lado directores de Cultura que se quedan entre cuatro paredes no lo concibo. Además la gente sabe hacer las cosas intuitivamente.
—Totalmente.
—El Fondo Capital fue lanzado en el marco de la capitalidad de Montevideo, pero se entiende mejor si es apreciado como parte de una política. ¿Es correcto?
—Montevideo Capital Iberoamericana de la Cultura fue un proceso que organizamos en cuatro ejes. Pero antes pensamos la capitalidad para todo el año, dijimos «vamos a usar todo el año, esta es una gran herramienta para replantear el tema de la cultura». Esos cuatro ejes eran: primero, mejorar la calidad de los servicios existentes; segundo, innovar con servicios y actividades que considerábamos necesarios; tercero, realizar inversiones en infraestructura cultural y, cuarto, desarrollar un programa de políticas culturales.
En el primero de los ejes, la calidad de los servicios, generamos varios impulsos de mejora de gestión de áreas del Departamento. Trabajando en áreas muy diversas (teatro, biblioteca, etcétera) tratamos de ajustar cosas. En el segundo, nuevos servicios y actividades, se creó la Bienal del Objeto Artesanal, dirigida sobre todo por Olga Larnaudie (la artesanía no era un tema que tuviese relevancia en la sociedad, vista como una expresión artística. Acá hago otra aclaración para separar la paja del trigo. Hoy hablé de que estuve trabajando en la ley de artesanías y parecería que la Bienal del Objeto Artesanal puede haber sido una idea mía, porque fue unos años después. No fue así. Los artesanos, los curadores de las artesanías, los críticos de artesanías —en ese momento Olga Larnaudie escribía en Brecha sobre estos temas—, una organización internacional de la Unesco que trabajaba el tema artesanías, algún impulso directo de la Unesco, todo eso generó la propuesta de una Bienal, en la cual yo no tenía idea de que se podía trabajar. Simplemente confluyeron y hubo una política que tiene que ver con eso de los cuatro ejes).
Además publicitamos estos cuatro ejes para que la gente interviniera, opinara y nos incorporara nuevas cosas. Puedo citar otros ejemplos de nuevas actividades. Entre ellas el Fondo Capital, que se llama Fondo Capital por lo de Capital Iberoamericana de la Cultura y se crea como parte de una nueva conceptualización de su aplicación. Ese Fondo Capital era un fondo concursable. Primero, no era una cosa nueva, era un pedazo, una parte del presupuesto de Cultura que decidimos concursar. No era un fondo aparte o independiente, sino que dijimos: «el 30 % o el 20 % del presupuesto, en lugar de determinarlo yo como director político, lo vamos a ejecutar así». Y lo hicimos concursable aunque había una última decisión de la dirección política.
Dividimos el Fondo en diez áreas con tres personas de jurado, que eran del palo de las áreas (teatro, etcétera). Y entre los tres siempre había un periodista invitado, como una manera de que los medios de comunicación estuviesen por dentro de la preselección. Siempre había un periodista, un crítico, alguien de los medios de comunicación entre los tres jurados. Esos tres jurados nos recomendaban a la dirección política y nosotros respetábamos el orden. Eran 200.000 dólares por año que habíamos destinado a eso; como ese monto era difícil de manejar, se podía pedir hasta 15.000 dólares. A eso iba una de las críticas al Fondo Capital pues algunos cuestionaban el tope que habíamos puesto. Teníamos diferentes criterios, nos proponían 15.000 dólares para la película 25 watts —que fue una de las primeras películas—, 10.000 dólares para la Fundación Zitarrosa, para digitalizar el acervo de Alfredo Zitarrosa, 10.000 dólares para organizar un festival de títeres y 5.000 dólares para sacar un libro equis. Entonces decíamos: 15.000 dólares para 25 watts está bien, porque si no es con 15.000 dólares no arrancan. El concepto era que el Fondo fuera promotor de otros fondos, cristalizador de otros recursos; no era pensado como exclusivo ni excluyente. En algunas cosas pesaba más, como en libros que se sacaron (recuerdo Carlos Liscano con una revista, Pincho Casanova con El monitor plástico, obras de teatro, alguna investigación de teatro también hubo…). Eran muchos proyectos por año. Ese era el concepto del Fondo Capital. Ahí aprendí mucho, aprendí que no todo el mundo entendía los códigos de presentarse a un proyecto del Fondo Capital, que no todo el mundo entendía la letra de las bases, los plazos, vi que había esas discrepancias sobre los montos…
—El tercer eje fue la infraestructura.
—Terminamos el acondicionamiento del teatro Florencio Sánchez en el Cerro y la obra en el Subte con la claraboya y las entradas. No pude conseguir 25.000 dólares para un montacargas ni siquiera con las empresas con las que invertimos como 300.000 dólares en ese momento. Y ahí empiezan las tratativas para comprar la sala del cine Rex, como parte de las inversiones en infraestructura. Hay un componente que no suele ser mencionado en los relatos: tuvimos una política muy agresiva de relación público- privada con algunos lugares donde no teníamos posibilidades ni dinero. En el Molino de Pérez, que era una tapera y estaba abandonado, hicimos una sociedad con la Fundación Amigos del Patrimonio y con la APEU, la Asociación de Pintores y Escultores del Uruguay. Con el Castillo Pittamiglio hicimos sociedades que hasta el día de hoy funcionan. El Castillo Pittamiglio estaba totalmente cerrado y abandonado. Solo existía una brigada de guardavidas, porque Guardavidas estaba adentro de Cultura, no me explico por qué los teníamos en Cultura. El Castillo se transforma en Museo Pittamiglio y hacemos la sociedad con la Asociación de Promotores Privados de la Construcción, que hasta el día de hoy está ahí y ahí se quedó.
El Mercado de la Abundancia —nunca logró ser lo que hoy es el Mercado Agrícola, aunque era parte del sueño— en su momento jugaba en esta lógica de asociaciones. En el Mercado de la Abundancia se hizo la Cumbre Mundial del Tango de 1996; la primera se había hecho en Granada y la segunda se hizo en Montevideo, porque en Buenos Aires los del tango estaban todos peleados. No podía ser en España de nuevo y justo calzó.
Generamos un gran marco político con una capitalidad cultural como concepto y luego cayó esta iniciativa, como tantas. No es que Gonzalo Carámbula haya inventado cómo vender un chorizo al pan en los escenarios populares ni que haya traído la Cumbre Mundial del Tango. Subrayo esto porque a veces en este mundo se pierde la importancia de abrirse a las diferentes afluencias. Sí me reconozco en la elaboración de un marco po- lítico, conceptual, que yo necesitaba porque venía de ahí, necesitaba tener un discurso, un concepto, pero a la vida después te la llena la realidad.
—La apertura entendida como expectativa y disponibilidad, dentro de una orientación política general.
—Es cierto. Y la generación de una manera de ser, que es la que yo reivindico en los gestores culturales: estar abiertos siempre a la práctica, el error, la conceptualización del error, del acierto. Hay una contrapartida: cuando habilitás políticas marco y tenés la actitud procesal que te genera la oreja abierta, los ojos abiertos, después te cuesta mucho decir que no, que también hay que decir muchas veces que no, millones de veces dije que no y bastante dolor me causó.
Cuento lo del Mercado de la Abundancia, que también es de 1996. Miguel Fernández Galeano que era el director de Salud me dice: «No sé qué hacer con los verduleros y los pescaderos que tenemos ahí en el Mercado de la Abundancia y ahora van los artesanos», en el subsuelo. Miguel me plantea ese problema y que me quiere ceder el Mercado de la Abundancia; no sabía para qué —porque en ese momento no teníamos tanta información de lo que pasaba con ese tipo de lugares—. Entonces llegan los de Joventango, porque les daban desalojo de la calle Soriano y no tenían dónde meterse. Y vos estás ahí con esta cabeza abierta y orejas abiertas, hacés un clic y decís: «Sí, el tango con un mercado puede ser, tiene que ver…». Después la gestión es muy ardua, no se entendía bien la idea y recuerdo la primera reunión con los permisarios que no sabían lo que era Joventango. Con Miguel Fernández tuvimos que ir con los afiches, mostrarles quiénes eran. Después hubo dos tipos de empresarios allí, de permisarios, unos que entendieron la idea y otros que no. Los dos que entendieron son los que siguen estando ahí. Yo decía «pero esta pescadería —estábamos reunidos en el Mercado— que está en el medio es imposible, porque hay un olor a pescado insoportable, si vamos a hacer esto no podemos tener una pescadería en el medio, debemos generar una pista de baile para hacer tango». El dueño de la pescadería, Castro, estaba en la reunión, era uno de los que más apoyaban y cuando comenté lo de la pescadería me dijo: «Yo soy el dueño de la pescadería», ahí me quería morir. No tenía por qué tener olor a pescado…
—¿Te acordás?
—Totalmente, pero vos entrás al mercado en Barcelona y no tiene olor a pescado, es un problema de acá, que no saben trabajar el pescado.
—Pero Castro, el dueño de la pescadería, fue fundamental para que se creara esa sociedad, porque en un momento dijo «yo estoy de acuerdo». Es el que tiene la pescadería atrás de los restaurantes que están ahora, a un costado. Ese es Castro, que se asoció al carnicero y al verdulero y son los tres grandes capos de ese lugar.
—¿Dónde murió el proyecto cultural del Mercado de la Abundancia?
—Fue un éxito en el 96 con la Cumbre Mundial del Tango, así como estaba se llenaba todas las noches. Pero el éxito del Mercado fue el comer al mediodía, venden como 200 cubiertos al mediodía, la noche dejó de ser atractiva.
—¿Dónde se ubica la generación de conocimiento en beneficio de las estrategias?
—Y en la cuarta línea, la generación de políticas. Allí están la Asamblea General de la Cultura y la investigación sobre economía y cultura, la cultura da trabajo. Eso es también bastante injusto, es muy uruguayo, porque todo el mundo dice que la consigna
«la cultura da trabajo» es de Luis Stolovich, pero en realidad es una propuesta política. Stolovich fue a verme porque su centro académico quería hacer una investigación sobre turismo. Le dije «no, lo que necesitamos es una investigación sobre cultura y vamos a llamarla así, la cultura da trabajo» Es una decisión política que nos costó 20.000 dólares, pero que nos pareció muy importante y formó parte de estas cosas del 96. Eso nos motivó, hicimos un ciclo «Derecho, cultura y política» en el Cabildo, una exposición sobre «La cultura da trabajo», con una publicidad que hizo Claudio Invernizzi que iba en Búsqueda, Brecha y algún otro medio.
—Por aquello de aprender de los errores y fracasos, ¿tenés ganas de hablar de eso?
—En 1997 vino lo que yo he contado como un fracaso, una gran derrota personal. En abril de ese año convocamos a todos los funcionarios del Departamento de Cultura de la Intendencia —que eran 1.132— con un propósito concreto. Dijimos: nos fue muy bien con la capitalidad iberoamericana de la cultura, nos fue muy bien porque las actividades cerraron con éxito y porque además las encuestas nos daban que el 65 % tenía conocimiento de que Montevideo era Capital Iberoamericana de la Cultura; muchos creían saber por qué. Desde esa base, la pregunta política y de gestión fue: dado que demostramos que con la capitalidad iberoamericana de la cultura teníamos muchas potencialidades pero también pudimos apreciar las restricciones o las dificultades que tenemos, ahora que nadie nos reclama nada, que no tenemos ningún edil pidiendo nada, ni la presión política ni nada —este planteo fue entre febrero y abril del año 97—, aprovechemos para hacer una reforma del Estado en el Departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo. Como en aquella época se hablaba mucho de la reforma del Estado de corte neoliberal, dijimos: «Esto no es una reforma del Estado en que los funcionarios corren riesgo de perder su trabajo, no revisa el sueldo. Vamos a contestar tres preguntas: cómo mejoramos los servicios y actividades culturales que teníamos y que creamos con motivo del 96, cómo nos relacionamos con los públicos y generamos nuevas demandas de los públicos y cómo atamos esos servicios con el concepto de descentralización, que era una de nuestras marcas».
Hubo un leitmotiv, una consigna que atravesó los diez años de trabajo y hasta el día de hoy insisto en ello: la política cultural como una gran política social, como una política social de primer nivel. Yo polemizaba mucho y no aceptaba que hubiese políticas sociales más im- portantes que esta; al revés, decía que la política cultural era la política social por excelencia, por diferentes motivos. Entonces armamos diez talleres (por las diferentes áreas que tenía el Departamento de Cultura, diez servicios, diez áreas) en los cuales podían participar todos los funcionarios del Departamento con las horas franqueadas —no se les descontaban las horas—; podía ser los martes o los jueves, una vez por semana se podían reunir dos horas para analizar sus servicios con esas tres preguntas. Para evitar que se sintieran dirigidos por los políticos que estábamos a cargo del Departamento de Cultura contratamos a cinco asesores externos de una escuela de funcionarios públicos para que fueran animadores de esos talleres. De modo que si a ti como funcionario del teatro Solís o como funcionario del zoológico de Villa Dolores te interesaba cambiar cosas en el Departamento de Cultura, ibas los martes o los jueves dos horas, dentro de tu horario de trabajo, a opinar con los demás y con un animador que estimulaba ese debate con un documento inicial.
—¿Y el sindicato?
—Se lo planteé además formalmente a Adeom, y la directiva de Adeom estuvo to- talmente de acuerdo —es más, recuerdo que uno de ellos me decía «si todos encararan una reforma así…»— y Adeom participó y adhirió. Pero fracasamos. No absolutamente pero fracasamos. Si yo te recuerdo que participaron alrededor de 485 funcionarios en esas reuniones, me dirás que no es tanto fracaso, que era casi el 50 %. Sin embargo los talleres no daban jugo, la gente que participó a veces era la misma. Tengo un informe de evaluación, porque a ese grupo de cinco personas le pedimos que nos hiciera una evaluación al final. La idea era un seminario de apertura, un seminario en el medio en setiembre y un seminario al final. El seminario del medio era para ver cómo iba el proceso, hacer correcciones y terminar con un informe.
Yo cometí tres errores. Primero, por el asunto de que no dirigiéramos políticamente nosotros en una instancia participativa, política, le faltó liderazgo político. Y si no hay liderazgo político —no necesariamente partidario— en cualquier política cultural y de gestión cultural, sea de un agente barrial o de un líder o de un director o de un funcionario, no hay éxito posible. Entonces la falta de ese liderazgo motivó que los talleres no fueran buenos. Donde hubo un liderazgo fue en el grupo de guardavidas. El liderazgo lo hizo Mabel Lolo, que era dirigente de Adeom, que había entendido el concepto y estimuló una serie de reflexiones y de políticas en el comité de guardavidas, que sí funcionó. Pero en los otros grupos que no hubo ese liderazgo porque nosotros no lo delegamos ni lo estimulamos, fracasamos.
Segundo error, no le dimos difusión en la prensa. Volvemos a un tema de gestión cultural. Para que los funcionarios no se sintieran utilizados pensé que lo mejor era que el proceso no tuviese prensa. Es más, en el primer seminario al que fuimos los cargos medios, apareció un periodista de La República que se enteró y le dije que era cerrado y que no podía entrar, era una reunión con 85 personas. Segundo error, no le dimos difusión y el funcionario no se sintió protagonista.
Tercer error cultural grave —que te diría que puede ser el primero en el orden jerárquico—: no todo el mundo está dispuesto a supeditar sus pequeñas historias individuales en aras de la calidad del servicio. Te lo pueden decir, yo incluso decía: «Ustedes que siempre me paran en los corredores y me dicen ‘Carámbula, podríamos hacer tal cosa y tal otra’, bueno, esta es la gran oportunidad que tienen». Pero cuando exigirte el nivel de calidad hace que no puedas irte a buscar a los chiquilines a las cinco de la tarde a la guardería, o que no puedas tomarte un té o que de repente vengan a controlarte o tengas que tener un sistema de indicadores de evaluación, ahí todo se tranca. Esa visión utópica del funcionariado público y generalista es de una gran ingenuidad y yo cometí un error grave.
El otro error grave fue con los mandos medios. Para involucrarlos —los seminarios eran con ellos, con esas 85 personas, que eran los directores— les trasmití todos estos conceptos y preguntas, por un lado, y por otro lado les mandé una carta a cada uno de los funcionarios, una carta con letra tamaño 14 que no era más de una página. Los mandos medios no trasmitieron lo que habíamos hecho y pretendíamos, los 1.132 funcionarios no leyeron la carta. Yo les mandé una carta individual, a cada uno de ellos, insisto; eran más de mil cartas firmadas en tinta para que no se pensara que era una fotocopia. Y no la leyeron «porque era muy larga», según me dijeron algunos peones de Villa Dolores.
Dentro de esta línea de errores o desaciertos que voy marcando estuvo este otro de apreciación. Por más que —por ejemplo— la gente de teatro o los músicos se quejaban de los funcionarios municipales, no se sintieron invitados a un taller en el que pudieran hablar, en el que se encontraran el actor con el funcionario, el músico con el funcionario. Los peores talleres fueron los de música, los de teatro, los de museos, porque no hubo esa sintonía que necesitaban para una conversación. Y en otros casos, como en Villa Dolores o en el Jardín Botánico, los peones no se animaban a hablar delante de los veterinarios o de los ingenieros agrónomos. Cometí un error de ingenuidad política.
—Un liderazgo más enérgico podría haber jugado un papel decisivo.
—Podría haber jugado más pero no logramos eso. Me interesa contarte este fracaso o derrota porque el 96 estuvo bueno, el 97 fue una contracara en algún sentido. Ahí me di cuenta de que tampoco en Cultura las cosas de política son uniformes; la reforma del Estado para mí no es un tsunami sino una marea. Si fuera una imagen hay que verla como unas olitas que van llevando y que imperceptiblemente van generando una nueva situación, no como un tsunami con el que pretendas cambiar todo.
—Hay otro capítulo importante en esto de los mojones históricos, por el que pasamos muy rápido en la conversación y que es la reapertura del Teatro Solís. Decías inicialmente «no gastamos los 15 millones en el cine Plaza, la ciudad necesitaba otra cosa, los músicos necesitaban un espacio». Ahí es que se abre…
—Sí. La Sala Zitarrosa es en 1998, eso para mí es importante.
—Ahí entra a tallar Gerardo Grieco, que siempre cuenta la anécdota del nombre de la sala. El nombre lo propuso él.
–Claro, pero ante los nombres anteriores, «Centro Cultural Juana», él decía «no, un espanto». Hasta que se le ocurrió Sala Zitarrosa y pegó. Otra de las cosas es todo lo que generó la reapertura del Solís, aquello involucrado en la pregunta de «¿cómo van a gastar tantos millones de dólares cuando hay niños que no tienen para comer?». De alguna manera, eso se pudo hacer también por todo lo que se había hecho anteriormente y por las ganas y por las agallas de decir «esto se hace».
—Pasó lo mismo con el Sodre: «¿para qué vamos a abrir el Sodre si está el Solís?». Contame cómo viviste esa experiencia del Solís y cuáles fueron los actores políticos que jugaron a favor, en contra.
—Es importante la experiencia que habíamos acumulado con la Sala Zitarrosa. Esto sí es una cuestión mía, o nuestra, de política, sobre la inconveniencia de comprar el cine Plaza, lo que se ata a una propuesta que habíamos hecho con Gerardo sobre los espacios públicos. No siempre invertir o tener un centro cultural es una buena cosa para la política cultural. Ya en el 94, durante la administración de Tabaré Vázquez, se había propuesto comprar el cine Plaza. Cuando entramos con Mariano a la Intendencia esta iniciativa volvió a circular (era la idea de los centros culturales como el Pompidou). Bien, nos reunimos con los propietarios y de 3.000.000 de dólares de los que se había hablado el año anterior nos querían vender en 4.000.000 de dólares, porque no se habían dado cuenta de no sé qué cosa. A eso había que sumar los arreglos, que según los arquitectos costarían como 10.000. 000 de dólares; de ahí salen los 14 millones de dólares del Cine Plaza.
Ahí concluimos, obviamente: no tenemos esta plata y además, no sabemos si vamos a saber gestionarlo. La cuestión era entonces otra, un poco más compleja: ¿cómo resolver lo del teatro Solís, que es nuestro, que tenemos que ponerle recursos y que todo el mundo dice que se nos va a caer o que se nos va a incendiar? Aunque se hablaba desde 1985 de la inauguración del Auditorio del sodre (que tendría entre 2000 y 3000 localidades) en el Solís teníamos 1.490 localidades. El cine Plaza era ciertamente atractivo pues tenía 2000 localidades. Por otro lado, hay que decir que la música popular nacional no tenía escala para llenar estas salas y no disponía de una sala con horarios y días centrales con una escala amigable. En esa época los Fernando Cabrera, los Rubén Olivera iban a la una de la mañana en el teatro Circular, o los martes o miércoles en El Galpón, pero no en horarios y días centrales. Esas eran las salas que ocupaban los teatros y los teatros tenían su vida y su programación teatral. Entonces dimos esta explicación en el gabinete: «No nos conviene comprar esto, necesitamos resolver una escala menor». Nos habían ofrecido dos o tres lugares, y el cine Rex nos parecía el apropiado porque eran 547 butacas. La gestión del cine Rex, luego Sala Zitarrosa, la resolvimos sin la sobrecarga del mundillo municipal, porque era nueva, entonces ahí ya conceptualmente fueron tres funcionarios municipales, una ONG que se encargara de la limpieza y empezamos el debate, no menor, importante en la época, de la red de venta de entradas, en ese momento UTS, que era toda una novedad. Primero porque, para el Digesto Municipal, que otro actor que no fuese un municipal cobrara entrada era una transa muy complicada. Las cajas y la tesorería municipal no estaban pensadas para actividades culturales; se producían unos líos que ya habíamos tenido en el viejo teatro Solís y en la Sala Verdi y que mirado en perspectiva nos sirvió como antecedente para el gran cambio de gestión.
Yo siempre digo que el teatro Solís fue una gran recuperación patrimonial y de ladrillo, pero sobre todo un modelo de gestión diferente. Obviamente Gerardo Grieco cumplió un papel clave en la gestión y yo hice mi aporte, en todo caso, en la conceptualización política, en el debate político. Fue un mix con el que pudimos resolver los dilemas en los que nos metimos, nos ayudamos mutuamente en diferentes cosas. Así fue que empezamos a proyectar, con otra gente —Fernando Condon—, empezamos a trabajar el tema del teatro Solís.
—¿Qué fue lo más complejo?
—Te diría que lo más oculto, lo menos público y lo que nos llevó quizás años de elaboración fue el trabajar con los funcionarios del teatro Solís y con el comité de base diciéndoles, primero, que iban a salir todos, que no iban a quedarse en el teatro Solís, y segundo, reuniones regulares para decir que no iban a volver al teatro Solís porque queríamos una modalidad de gestión diferente. Debo reconocer que al principio fue muy tenso, pero luego los dirigentes del comité de base entendieron, nos apoyaron y creamos una unidad de producción porque había que cambiar el perfil del teatro, dejaba de ser de producción. Los galpones de la calle Aguilar más una casa que alquilamos para vestuario. Esa conceptualización de que ellos iban a estar en un lugar, que no iban a perder salario pero que no iban a estar más en el teatro Solís porque no servía, eso fueron dos años de discusiones y de gestiones y de cosas bastante intensas. Ahí Gerardo ya estaba a cargo de la Sala Zitarrosa, no estaba más en la dirección de la División, pero contribuyó muchísimo en el origen de eso. Después estaban Osvaldo Ferreira y Álvaro Richino. Pero sobre todo dirigimos las negociaciones sindicales, fueron muy importantes.
—¿Y la relación con el gobierno central?
—En el segundo período de Sanguinetti, previo a Batlle, Ariel Davrieux era director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, y un poco zar de la economía. Él le había dicho a una delegación de la Intendencia —recuerdo que la integraba María Julia Muñoz—: «Del teatro Solís olvídense, esto queda para una próxima de Sanguinetti»; «esto va a ser nuestro». Y tuvimos cero apoyo del gobierno nacional para la refacción del teatro Solís. Luego llega la crisis de 2002; algún amigo me dice por qué no dejamos de hacer el teatro Solís y lo aplicamos a asistencia social. Ahí viene toda la discusión política, de política pública y social. Le contesté: «Si estuviéramos hablando de una fábrica de pescado, de una procesadora de pescado, no me harías el planteo; acá en el Solís están trabajando 400 personas y cuando quede habilitado va a trabajar mucha más gente, como si fuese una planta textil o una procesadora de pescado. Me lo decís porque es un teatro». Eso fue parte del debate que hubo que dar en ese momento y que por suerte se visualizó rápidamente. Además, lo que estábamos gastando en el teatro Solís en ese momento, para las necesidades enormes de la sociedad uruguaya, era nada. Pero esta cuestión nos dio a pensar mucho en el estudio de las externalidades de las inversiones culturales. Ese estudio de las externalidades, como le llaman los economistas, no ha sido suficientemente desarrollado en el pensamiento de la economía de la gestión cultural, por lo menos en Uruguay.
—Como es obvio, la crisis deja planteados los límites del Estado en determina- das áreas. Pero aun así, los límites trascienden a las crisis, introducen una cuestión conceptual y política de validez general más allá de las coyunturas.
—El Estado ha invertido mucho en infraestructura cultural y en gestión cultural. Hay que desprender la eventual inversión del Estado o el apoyo del Estado de la gestión cultural. Hoy es insostenible decir «el Estado compra el cine Plaza y se tiene que hacer cargo de la gestión», eso ya no lo soportamos más. El Estado puede intervenir para salvar un patrimonio, pongamos de nuevo el ejemplo del cine Plaza hace un par de años, y gene- rar condiciones para que otros hagan, como una zona franca; una política de inversiones para que el sector privado crezca, porque uno de los problemas que tenemos es el sector privado, muy poco dinámico. Eso está atado a lo que conté antes del Castillo Pittamiglio, del Molino de Pérez y de otras tantas cosas, pero una visión más amplia.
En esta línea más amplia yo pregunto: ¿por qué se preocupa Uruguay por los subsidios y las formas encubiertas de proteccionismo que aplican muchos países a la pro- ducción agrícola? ¿Por qué se temen los procesos monopólicos de las llamadas grandes superficies comerciales en detrimento de los comercios minoristas? ¿Por qué se fijan aranceles externos y medidas de control internas para la circulación de determinadas mercaderías? ¿Por qué se otorgan líneas crediticias blandas y devolución de impuestos para determinados sectores de la producción? ¿Por qué se pretende hacer estos análisis en áreas económicas pero no en la economía de la cultura? ¿Por qué se regulan, se vigilan, se protegen con celo algunos derechos y se desatienden los derechos culturales? Este es el concepto, ¿por qué para las inversiones forestales tengo una política y por qué no pienso que puedo tenerla para la cultura?
Siempre hablo de las tres fuentes de financiación de la cultura. La principal, el 60% son los públicos, es decir, comprar una entrada, un libro, ir a un teatro, ver un espectáculo; el público es el principal sostén de la financiación. Después está el Estado, 17-18 %, todas las cosas que solventa el Estado, servicios, etcétera. Y finalmente el patrocinio, 10-12 % en esta época. Cuando vivimos la crisis, la emigración, el desempleo, la caída del salario real afectaron duramente a los públicos de la cultura; el Estado a su vez redujo su aporte especialmente en el sector de la cultura, más aun si no era considerado un sector de política social pesado. Y el tercer pilar, el patrocinio, también vive su crisis.
En el año 2002 el principal patrocinante de la Orquesta Filarmónica de Montevideo era el Banco de Crédito, morreu; el principal patrocinante del Paseo Cultural de la Ciu- dad Vieja era el Banco de Montevideo, morreu; el principal patrocinante del carnaval era Manzanares, morreu… todo eso murió en esa época. Y además la economía quedó lejos del otrora invocado «país de servicios»; el país pasa a vivir de la venta de materias primas, lana, carne, soja, etcétera.
Los manuales de marketing cultural y de gestión cultural que estamos acostumbrados a leer no tenían esta visión de las cosas. Es muy difícil pensar que un sojero o que un finlandés forestal se asocien a la danza contemporánea, salvo por el lado de la responsabilidad social. En cambio cuando Uruguay era un país con afluencia de capital financiero, donde estas grandes empresas financieras estaban vinculadas al mercado urbano y necesitaban asociar sus marcas a valores de la urbe y todo lo demás, era más fácil conseguir patrocinios. Es el mismo mecanismo de lo que conté sobre el carnaval y los patrocinios de los escenarios populares.
Estas tres fuentes de financiación estaban severamente comprometidas en el Uruguay pobre de la crisis; siguen comprometidas siempre y cuando no las analicemos con esta capacidad crítica. Esto lo digo porque el teatro Solís del 2002 al 2004 está en este período, no es solo el Uruguay en crisis sino también en medio del debate ideológico sobre invertir o no invertir en estas cosas. Esto vale también para los períodos de crecimiento, como el que vino después.
—Una lección posible es que hay que ser cuidadosos con las crisis, con los impactos en la gestión y las políticas culturales, con las visiones rápidas respecto a los públicos.
—Yo no estoy de acuerdo con las visiones lineales de la gestión cultural. Cuando se abrió el SODRE se dijo «no hay público para la danza», porque si vos analizabas el público de la danza para el teatro Solís, que no tenía espacio para la danza, ningún estudio iba a dar que tenía ese espacio. Lo mismo ocurrió con la Sala Zitarrosa, ¿había público para la música popular uruguaya? Demostró que sí, tuvo una tasa de ocupación del 65 % en ese primer período. Pero además, una vez que aparecen estas cosas, aparecen inversiones privadas: el Espacio Guambia, La Colmena y otros lugares, los boliches con otro perfil. La inversión pública, como en otras áreas de la economía, es algo que le muestra al privado la posibilidad de un mercado, la posibilidad de una actividad económica que existe o que queda fuera del Estado, o que el Estado genera, porque que tiene capacidad para arriesgar