Por Imanol Subiela Salvo
La muestra Del cielo a casa inaugurada esta semana en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) reunió más de seiscientas piezas que recorren el imaginario material de la Argentina y la relación con la vida cotidiana. Estaciones de servicio de YPF, marcadores Sylvapen, zapatillas Flecha, entre tantos productos icónicos de la cultura nacional, provienen de distintas colecciones públicas, privadas y también diferentes archivos. Muchos son del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. A su vez la muestra indaga en diversos proyectos industriales a gran escala y se pregunta certeramente acerca de la línea divisoria y ambigua que divide el diseño del arte.
Alguna vez alguien imaginó las zapatillas que tienen puestas, en este momento, todas las personas que caminan por las ciudades de la Argentina. También hubo otra persona que imaginó la forma de los tenedores y los cuchillos que hay en las cocinas, las mesas y los restaurantes del mundo. O la forma de los mates que se usan en cada rincón del país. O de los autos y los colectivos que se amontonan en las calles. Alguna vez alguien imaginó cada objeto que habita una casa, un local comercial, un museo, un cementerio. No hay nada, absolutamente nada, que no haya sido pensado e ideado por alguien. Hasta la inteligencia artificial es un invento humano. Lo que ocurre es que las cosas de la vida cotidiana, al igual que los bebés, no salen de un repollo, ni los tira desde el cielo una cigüeña: son producto de ideas humanas. Primero la idea. Después el objeto. Y después del objeto, la vida.
De este traspaso de idea a objeto se ocupa la exhibición Del cielo a casa, inaugurada esta semana en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA). Se trata de una muestra que aglutina más de 600 piezas que recorren el imaginario material de la Argentina y la relación con sus usos diarios.
La muestra rebalsa de objetos, obras de arte y documentos. Del cielo a casa propone un paseo por imágenes y productos que son icónicos de la cultura nacional. En ella se pueden ver desde fotos de diferentes estaciones de servicio YPF, hasta las sillas BKF del Grupo Austral, pasando por carteles del Instituto Di Tella y obras de diferentes artistas como Federico Manuel Peralta Ramos, Florencia Böhtlingk, Marcos Zimmermann, The Fabulous Nobodies y Lolo y Lauti.
No hay una lectura historiográfica del diseño y su relación con la vida cotidiana, ni tampoco de su vínculo con las artes visuales. La exhibición plantea diferentes ejes temáticos que sirven como centro gravitacional para este conjunto heterogéneo de piezas. En este sentido, se puede visitar Del cielo a casa como quien visita Wikipedia y va saltando de enlace en enlace, sin un recorrido claro, ni un condicionamiento marcado, más bien guiado por la propia curiosidad.
En total se trabajaron con 13 ejes para poder armar esta muestra y cada uno de ellos propone un ida y vuelta en el tiempo: no es la cronología lo que marca el pulso de la muestra, sino la propia morfología de los objetos, algunos aspectos materiales y el diálogo conceptual que hay entre ellos. A su vez, esos 13 ejes se sintetizan en tres zonas más amplias que el equipo curatorial de la muestra describe así: “la identidad del territorio, el diseño por fuera de los cánones y las vicisitudes políticas, sociales y económicas de nuestro país”. En un texto de Carolina Muzi –periodista e investigadora de la historia del diseño y la industria en la Argentina– que acompaña la muestra este punto se deja más en claro: “Carecemos además, por fuera de lo disciplinar, de una periodización o clasificaciones apropiadas para comprender la historicidad propia del diseño, su dinámica interna: ‘No basta con el recorrido diacrónico, sino que se trata de ver cómo los objetos nos han dado placer, utilidad o alivio espiritual. De cómo han respondido al fin, en la especificidad de cada cultura, al reclamo de sentido’, observa Rosario Bernatene en El tiempo interno de los objetos”.
Todo lo que se muestra en el MALBA proviene de distintas colecciones públicas, privadas y también de diferentes archivos. Muchas son del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, institución que desde hace décadas considera al diseño como una disciplina que debe ser atendida, estudiada y almacenada en un acervo estatal. Luego, hay material de la Fundación Investigación en Diseño Argentino (IDA), organización que tiene como objetivo fomentar la investigación, recuperación, conservación, difusión y puesta en valor del diseño nacional.
Finalmente, la Filmoteca Buenos Aires sumó a la exhibición varios materiales audiovisuales de distintos tipos: cortos institucionales, publicidades y filmes de época. La selección estuvo a cargo de Fernando Martín Peña, que también dirige MALBA Cine. Además, se sumó material del archivo del Museo del Cine “Pablo Ducrós Hicken”, seleccionados por Raúl Manrupe y Andrés Levinson.
PEQUEÑAS ANÉCDOTAS DE LA VIDA INDUSTRIAL
Cuando Augusto Ulderico Cicaré tenía 11 años –es decir en 1948– fabricó un motor de cuatro tiempos que hizo andar un lavarropas. Más o menos para la misma época, consiguió modificar otro motor para que pueda funcionar con gas en un auto, en vez de usar nafta. Cicaré fue siempre un autodidacta y siempre fue buscando por sí sólo la solución a cada problema o necesidad que se le aparecía. Dicho de una manera menos elegante: siempre fue un busca.
Terminó el colegio primario a los 12 años y nunca más volvió a estudiar en ninguna otra institución tradicional porque cuando era apenas un adolescente tuvo que hacerse cargo del taller de tornería de su tío. Lo que al principio parecía una condena, se transformó en una gran oportunidad de éxito: le hizo algunas modificaciones al torno y usó esta herramienta para fabricar engranajes que le servirían para otros inventos, como una prensa hidráulica o una agujereadora. Sin embargo, lo que Cicaré tenía en mente era crear un helicóptero, cosa que logró cuando tenía 21 años: en 1958 creó el CICARE CH-1 y en 1961 lo hizo volar por primera vez por el cielo de Saladillo, acompañado de un grupo de gauchos. Poco más de 60 años después, ese diseño aeronáutico se exhibe en las paredes del MALBA.
Del cielo a casa indaga en algunos proyectos industriales de gran escala. La muestra no es únicamente un repositorio de muebles y flyers bien diseñados. También es un espacio que piensa las intermitencias que tuvo la vida industrial de la Argentina durante el Siglo XX.
Y si de intermitencias se trata, las más icónicas fueron las de la empresa Siam/Di Tella. Cuando apareció en 1911, la compañía se dedicaba a la fabricación de amasadoras mecánicas de pan. Sin embargo, el negocio se expandió y empezó a desarrollar todo tipo de electrodomésticos que se metieron en los hogares de millones de argentinos: heladeras, lavarropas, televisores y cocinas. También autos, motos y hasta camionetas. Durante cincuenta años, la empresa fue un ícono de un proyecto industrial nacional, pero una vez entrada la década del 60 empezó la temporada de vacas flacas. En 1972 fue nacionalizada, pero esto no duró demasiado y con el retorno de la democracia la empresa fue vaciada y vendida a Techint, Aurora y Pérez Compac.
Más allá de las ideas y vueltas de Siam/Di Tella, la inclusión de alguno de sus productos en Del cielo a casa sirven para pesar el punto de contacto entre la industria, el diseño y el arte ya que el nombre Di Tella se extiende del mundo doméstico al mundo de la cultura gracias al instituto homónimo que fue ícono del arte argentino desde 1958 y hasta su cierre en 1970. La exhibición incluye publicaciones del Instituto Di Tella, ideadas por el Departamento de Diseño Gráfico que fue creado en 1963 bajo la dirección de Juan Carlos Distéfano. También hay obras de artistas que surgieron de ahí, como es el caso de Rogelio Polesello, ícono del arte óptico y la abstracción geométrica.
La iconografía industrial recuperada en Del cielo a casa permite pensar también qué imaginarios construyó la publicidad y el diseño gráfico durante el Siglo XX. Mientras que algunas publicidades del auto Di Tella 1500 tenían una familia típica y feliz, Fate –la empresa de neumáticos– ponía en sus carteles a un ejército de chicas rudas, armadas con escopetas, pistolas y habanos, arriba de una torre de ruedas, seguramente para satisfacer alguna fantasía masculina y no como un gesto feminista, pero peor es nada. A su vez, la empresa Sylvapen hacía circular posters con niños “fumando” marcadores junto a la leyenda “Pidalos en ‘atados’ de 6 y 12 colores”; hoy por mucho menos serían cancelados en redes sociales.
Este lenguaje publicitario también fue colándose en el mundo del arte. El mejor ejemplo de esto son los trabajos de los Fabulous Nobodies, dupla integrada por Roberto Jacoby y Kiwi Sainz, que justamente desarrollaban obras en formato de campaña publicitaria. El pico de rating de esta pareja ocurrió en los años 90, cuando imprimieron sobre remeras verdes y azules la leyenda “Yo tengo SIDA”. El objetivo era que personas famosas usaran la prenda para concientizar sobre la crisis sanitaria que se vivía en aquel entonces por culpa del VIH, pero nadie quiso lucirla. Excepto Andrés Calamaro.
En la exhibición, esta obra de Jacoby y Sainz está junto a una fotografía de Alejandro Kuropatwa, de la serie Cóctel, en la que se ve una cuchara plateada con una pastilla antirretroviral encima. La imagen hace convivir un objeto de uso doméstico y diario –la cuchara– con otro que resulta inconexo, en tanto proviene de otro mundo y cuyo uso no está extendido –la medicación–. Al igual que los Fabulous Nobodies, Kuropatwa utilizó el lenguaje publicitario para dar cuenta de una época y de la crisis del SIDA: toda la serie Cóctel tiene la estética de catálogo de compra directa, como si se tratara de una serie de fotos para Avon, pero detrás de ese brillo sólo había horror.
ESTO NO ES UNA OBRA
Recorrer esta exhibición es, por momentos, como caminar por el altillo de la casa de esa tía a la que se la quiere mucho y que, además, tiene muy buen gusto (la tía puede ser reemplazada por la abuela o el parentesco que el lector prefiera). Pero, además de buen gusto, tiene mucho dinero, entonces, esta tía cambia de muebles cada vez que cambian las tendencias y los va guardando todos hasta construir en su casa su propio museo. Sin embargo, nunca pierde el norte que es, justamente, una idea del “buen gusto». Con ese criterio se ha fundado la historia del arte argentino, prácticamente. Cuando a finales del siglo XIX Eduardo Schiaffino creó el Museo Nacional de Bellas Artes, lo hizo con la intención de extender a la sociedad toda una idea de “buen gusto”: para 1910 publicó La evolución del gusto artístico en Buenos Aires, una antología de críticas y reseñas que daban cuenta de lo que, en teoría, había que apreciar en ese entonces. Pero lo que importa en este momento no es lo que Schiaffino escribió hace más de 100 años, sino el lugar que ocupó el diseño en ese momento fundacional.
El Bellas Artes se creó a partir de donaciones que las elites porteñas hicieron al Estado. Dentro de esas donaciones no sólo había pintura europea y algunas piezas nacionales, sino también muebles y diversos objetos de uso doméstico y hasta personal (peinetones, pipas, hebillas, abanicos). Entonces, Argentina ingresa al siglo XX con una noción clara de que un objeto de diseño es una pieza cuyo valor simbólico debe ser conservado –esta idea se volvería aún más palpable en 1937, cuando se creó el Museo de Arte Decorativo que funciona como el summum de la casa de la tía rica–.
Del cielo a casa, retoma ese espíritu, aunque no es una muestra en la que importen los peinetones, sino las aspiradoras y las zapatillas Flecha. La muestra está anclada, sobre todo, en la producción del siglo pasado y en mezclar consumos de alta cultura -como pueden ser determinados muebles- con otros de la cultura popular. Es decir, no hay una distinción de clase tan marcada, como sí puede haber en otras colecciones que albergan productos nacidos del diseño industrial o la moda.
En esta muestra todo convive en un mismo nivel. No hay forma de definir qué es un objeto y qué es una obra de arte, por ejemplo. Ni tampoco qué vino primero y qué vino después en el tiempo. Ni de dónde viene tal o cual diseño o tal o cual fotografía. En un afán por no ser demasiado pedagógico, el montaje de la exhibición genera un poco de confusión y hermetismo. De fondo, la sensación de que en todo momento te estás perdiendo de algo o que la fiesta está en otra parte de la sala. Todo es mucho.
En esa superposición de cosas que es Del cielo a casa, aparece la pregunta por la línea que separa al arte del diseño. Esa frontera se borra por la superposición de objetos: es realmente dificultoso descifrar cuándo se está frente a una obra y cuándo frente a un objeto cualquiera. Sin embargo, ese límite o diferenciación va a estar siempre presente, más allá de las intenciones curatoriales: el chiste de la obra de arte es que sólo sirve para ser eso, obra de arte, mientras que un objeto -sea un mueble, una zapatilla o cualquier otra cosa- está pensado para una utilidad específico, tiene un rol adentro de la vida cotidiana y su valor radica en su función de uso. Poner a la misma altura ambas cosas es quitarles su condición sine qua non de existencia.
Esto se puede ver apenas se ingresa a Del cielo a casa, en el núcleo definido como “Argentum”, que evoca la promesa fundacional del país: el metal precioso, la plata. Apenas se ingresa a la muestra se puede ver un mate tipo cáliz del Siglo XIX, realizado en San Juan, junto a una copa Malbec, del año 2011. Al lado de estos objetos aparece una obra de Andrés Piña, titulada “Objeto desnudo”, que consiste en una pava de acero inoxidable que en vez de tener pico cebador tiene un pene caído con dos testículos –aún más caídos–. Si algún espectador quisiera servirse un mate en el cáliz de antaño o tomarse un vino en la copa, podría hacerlo. Pero si alguien quisiera usar la pava para lo que fue hecha sólo se llevaría una gran decepción. Lo mágico del arte es que no sirve para nada. Y lo mágico de los objetos es que sirven para algo.
Este primer núcleo, “Argentum”, mantiene un diálogo directo con el aparece al final de la muestra, “Economía”. Este otro trata de mostrar los intentos por trazar mapas económicos y productivos que hubo a lo largo de la historia nacional y señala también los estallidos que terminaron con alguno de esos intentos. En ese sentido es gracioso el diálogo que se establece entre el helicóptero de Cicaré y el cartel de Banelco con el diseño que tenía a comienzos de los 2000: en aquel momento el escándalo por la Ley Banelco produjo la renuncia de Carlos “Chacho” Álvarez a la vicepresidencia, en octubre del 2000, y sirvió como prólogo de lo que sucedería en diciembre del 2001, cuando Fernando De la Rúa se fue en ya sabemos qué medio de transporte. El diseño y la convivencia de estos objetos funciona como registro de época, como archivo de un conflicto social.
Tanto en “Argentum” como en “Economía” se puede ver en funcionamiento la idea de promesa y de ilusión. En el primero estas dos cosas están condensadas en la plata. En el último, en los dólares. Décadas y décadas de diseño sostenidos por una ilusión económica que nunca termina de aparecer: no hay tal metal precioso; no hay tal moneda extranjera.
Al final de la exhibición no sólo aparece el helicóptero y Banelco, sino también la icónica pintura de Peralta Ramos que dice “Misterio de economía”. Al lado, la obra “Menú” de Ivana Vollaro, que muestra toda una lista de posibles dólares para adquirir: dólar oficial, paralelo, turista, tarjeta, ahorro, financiero, contado con liqui, solidario, arbolito, mayorista, soja y unos cuantos más. Y por debajo de esta lista, la tapa de un disco de Babasónicos, Impuesto de fe, diseñada por Alejandro Ros y en la que se ve sólamente un billete de 100 dólares enrollado sobre un fondo negro, listo para satisfacer el fetiche argentino por los verdes. O para hacer su entrada triunfal en una fiesta, en el instante que alguien quiera tomar un poco de cocaína para seguir despierto. O para seguir funcionando en el barro nacional.
Del cielo a casa se puede visitar en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415. De jueves a lunes de 12 a 20. Los miércoles desde la 11. Martes cerrado. Hasta el 12 de julio.
¿QUÉ COSAS EXACTAMENTE?
Por Martin Kohan
El propio Fogwill lo contó en una entrevista. Había entrado en un local de venta de instrumentos musicales para comprarle una guitarra eléctrica a su hijo, y no tardó en trabarse en discusión con el vendedor que lo atendía. Hasta que, en un momento dado, tal vez por fatiga, el vendedor se permitió preguntarle: “¿Pero usted sabe de guitarras eléctricas?”. A lo que Fogwill respondió categórico: “Yo sé de cosas”. Yo sé de cosas, es lo que dijo. Cualquier lector de las novelas de Fogwill puede detectar en esa respuesta una clave de su literatura, en la que las cosas importan tanto. Y discernir qué clase de saberes sustentaban esa réplica tan segura de sí, tan concluyente: el saber del consumidor, el saber del publicista (el saber del que compra, el saber del que vende, incluso sobre eso que no compra, incluso sobre eso que no vende). Pero, ¿qué significa exactamente saber de “cosas”? ¿A qué remite exactamente esa palabra, la palabra “cosas”, en una formulación de esa índole? ¿Era Fogwill alguien que lo sabía todo (de cosas y, en consecuencia, de todo, incluidas las guitarras eléctricas) o era alguien que no sabía nada (de cosas en general, pero de nada en particular)?
Y es que esa palabra, “cosas”, por no decir que las cosas mismas, asume un carácter ambiguo, o más bien ambivalente: es precisa y es concreta; y a la vez es vaga, difusa. Tiene un sentido en principio genérico, ese que la filosofía procuró ajustar un poco hablando de “la cosa en sí”, ese que se potencia notablemente en la variante, irregular pero elocuente, de su conversión al masculino, cuando de algo se dice “coso” (cuando no se logra definir con nitidez de qué se habla o no se logra recordar un nombre exacto, y en reemplazo se dice “coso”). Pero tiene también un sentido material, hasta tangible, ahí donde no hay ni puede haber nada más real y más específico que una cosa, que una determinada cosa.
El sentido indefinido aparece por ejemplo en un tramo de Lolita de Vladimir Nabokov (me remito a la traducción de Enrique Pezzoni, alias Enrique Tejedor). No es un tramo de los que más se recuerdan; ocurre cuando, años después de lo ocurrido entre ellos, Humbert Humbert se reencuentra con Dolores Haze y, a partir de lo que ella le cuenta, entrevé que ha vivido experiencias muy sórdidas. Es entonces que, afligido, mortificado, le pregunta no sin angustia: “¿Qué cosas, exactamente?”. Y ella responde, con laconismo, con una parquedad que lo desespera, diciendo difusamente: “Oh… Cosas”. ¿Cosas? ¿Qué cosas? ¿Qué clase de cosas, exactamente? “Cosas”, dice Lolita, y el efecto perturbador de esa palabra, el efecto perturbador de su calculada imprecisión, alcanza para él niveles de agobio.
Pero esa misma palabra, “cosas”, asume un carácter distinto, asume un sentido contrario, en el título de una novela de David Viñas llamada Cosas concretas. Y lo asume cuando Michel Foucault, como arqueólogo de epistemologías, estudia esa relación: la de Las palabras y las cosas, nada menos. Y lo asume bajo el temperamento algo maniático de Georges Perec, el autor de la novela Las cosas, con su pasión enumerativa de inventario (la de Pensar/Clasificar, por ejemplo, al encarar el escrupuloso listado de todas las cosas que había en su escritorio).
Cosas, las cosas. ¿Vaguedad o concreción? ¿Especificación o generalidad? Habrá que preguntarse, tal vez, si entendimos bien o entendimos mal esa imperiosa indicación formulada famosamente por José Ortega y Gasset, esa frase que se repite y se repite una y otra vez desde 1939, dando misteriosamente por sentada la autoridad de quien la profirió: “Argentinos, a las cosas”. Pero, ¿a qué cosas, exactamente? ¿Las grandes, las trascendentales? ¿El destino, el futuro, la grandeza nacional? Esas son, sin embargo, las más abstractas, las evanescentes, algo ajeno al parecer a ese aliento de pragmatismo del reto que pegó el bueno de Ortega. ¿Las cosas chiquitas y simples, entonces, las que colman el mundo real, las que tenemos comúnmente al alcance de las manos? Esas son las más concretas, las materiales, las cotidianas. En la orden que impartió Ortega, sin embargo, se adivina otra intención, una ambición de alcance más amplio, no tan prosaica, más trascendente.
¿Cuáles son, entonces, resumiendo, las cosas del “Argentinos, a las cosas”? O tal vez, ya sin Ortega y Gasset, que arengó, empacó y se volvió a España: ¿cuáles son las cosas de los argentinos? Si se piensa como hecha de cosas a esa cosa, la argentinidad, ¿de qué clase de cosas se trata? Esas cosas, ¿cuáles son? La respuesta que se intuye ante una inquietud así lleva a pensar en colecciones, lleva a pensar en coleccionismo. Se diría que a la manera de Walter Benjamin y el fabuloso poder de captación de su modulación del materialismo, su modo singular de percibir y registrar la existencia concreta de las cosas. Sólo que, en este caso, para integrar esta colección, una colección de las cosas argentinas, puede que no sea preciso retirar esas cosas (al menos no retirarlas del todo) del mundo del uso, del mundo del intercambio. Que incluso dispuestas en el espacio de un museo, ofrecidas a la codificación de la mirada que la escena de un museo estipula, puedan no perder del todo la condición de cosas usables, la condición de cosas usadas, signadas por su existencia de mercado aunque ya extraídas de la esfera de las compras y las ventas, componentes vivenciales de la experiencia de la circulación social aunque ya fuera de esa circulación, aunque instaladas bajo la luz de una sala. En eso puede consistir el trasladarlas de casa al cielo, del cielo a casa.
Fragmento de un texto inédito que pertenece al catálogo de la exhibición.
Tomado de Página 12. 8 de abril de 2023. Este artículo fue publicado originalmente el día 26 de marzo de 2023