MIGUEL ANGEL PAREJA
Nelson Di Maggio
En la década de los cincuenta, la pintura uruguaya empezó a recorrer los senderos del arte abstracto.
El país, incomunicado con los grandes centros artísticos durante la Segunda Guerra Mundial, empezó a recuperarse del aislacionismo. A partir de 1949, año de su aparición, se recibió en librerías Art d´aujourd´hui, la revista que daba noticias de la actualidad artística europea, devorada y consultada como la biblia por los más inquietos creadores. Las innovaciones estéticas vinieron desde Buenos Aires, Río de Janeiro, San Pablo y la Bienal fundada en 1951, de influencia decisiva entre los uruguayos, ya aleccionados en las nuevas tendencias en los cursos y conferencias de Jorge Romero Brest en Facultad de Humanidades, en cuya cátedra se formó una nueva generación de críticos, la única hasta hoy de nivel profesional.
La sociedad montevideana empezó a acomodarse al rigor analítico de la generación del 45 mientras la economía del país se beneficiaba con la desgracia ajena (Guerra en Corea) y cierta efímera prosperidad, tímido indicio hacia el consumismo y las multinacionales, fortaleció la emergencia de cine-clubes, teatros independientes, la Comedia Nacional, galerías de arte, editoras y librerías que, junto a las visitas de elencos extranjeros de notorio prestigio al Teatro Solís, conciertos, danza y recitales en el Sodre, los festivales internacionales de cine en Punta del Este con estrellas visitantes de primera magnitud, impregnaron al ambiente de un espacio cultural intenso hasta entonces ignorado. Que no se repetirá.
Los enfrentamientos estéticos y las polémicas entre arte abstracto (no figurativo o concreto) por un lado, y el naturalismo y realismo socialista, por otro, vitalizaron el ambiente junto con la aparición de numerosas revistas literarias y de cine, en su mayoría de corta duración. Los encuentros fueron ásperos, surgidos en interminables tertulias de los cafés Tupí Nambá y Sorocabana, entre los principales centros de encuentro y discusión. Torres García regresó en 1934 y murió en 1949. Fue, sin duda, el detonante de los cambios. El Arte Madí, fundado en Buenos Aires en 1946, integrado por uruguayos (Carmelo Arden Quin, Rhod Rotfuss, luego Rodolfo Uricchio, Antonio Llorens, María Freire), quebró los cánones constructivistas e introdujo audaces renovaciones de lenguaje.
José P. Costigliolo, Vicente Martín, Oscar García Reino, Lincoln Presno, Raúl Pavlovsky, Julio Verdié, acompañados por el alemán Hans Plastchek y el italiano Lino Dinetto, además de los anteriormente citados, fueron los abanderados de la vanguardia epocal bifurcada entre la abstracción lírica y la impronta geométrica.
Todos obedecían a una formación estética proveniente de Francia y en mínima parte de Alemania por la influencia de Plastchek (Klee, Baumeister). La mayoría de los artistas uruguayos se dirigían a estudiar con diversos maestros en París, cuando todavía era la capital indiscutida de las artes, sin sospechar el inminente arrebato del cetro por Nueva York en la década siguiente, cuando ya desde fines del cuarenta irrumpió el expresionismo abstracto (Jackson Pollock no tuvo repercusión en la primera bienal paulista de 1951), y casi de inmediato el Pop Art, desde su inicio en Londres en 1956. Pero aún la cultura anglosajona no tenía la repercusión mediática internacional que adquirió después.
Miguel Angel Pareja (1908-89) fue la personalidad clave en esos tiempos efervescentes, estéticamente radicalizados, en su doble condición de creador y docente, dos actividades a las que se dedicó con pasión sostenida. Oriundo de Las Piedras, estudió con Manuel Rosé, un maestro sólido que le proporcionó el vocabulario plástico que luego lo caracterizará: dominio del dibujo y exaltación del color. No obstante, sus primeros ensayos lo ubican en la línea del último Barradas, como si se propusiera continuar la senda interrumpida por su muerte, de acuerdo a una temática local y rural, envuelta en una paleta de ocres dominantes en composiciones neocubistas no ajenas a Braque (Composición vibracionista, 1946, un título emblemático) donde los planos, sobrepuestos y yuxtapuestos, se transforman en manchas de color extendidas con energía matérica.
Sin abandonar del todo la representación referencial, Pareja se va internando en la abstracción construyendo la forma con planos de color. De sus estudios con Roger Bissière, rescató la dinámica de la pincelada y la vibración del color, de Fernand Léger, el sentido monumental de la composición y de Charles Dufresne el impulso hacia lo decorativo en el sentido de adecuación al espacio arquitectónico. No fue indiferente a los signos del arte tribal africano y la violencia expresionista de Picasso, la personalidad que impuso su modo de ver en la primera mitad del siglo XX.
Ya en la década del 40 la síntesis era el objetivo de Pareja. Paisajes, mujeres leyendo, figuras de chinas y gauchos con mate y guitarra, troperos y chacareros en faenas del campo denuncian esa aspiración, ese lento despojamiento de lo accesorio hasta la concreción de lo esencial en el camino hacia la liberación de los contenidos y anécdotas. Al ingresar en la década del 50, rescató la tradición colorista de la pintura planista nacional (Cuneo, de Arzadun, Pesce Castro, Laborde, Bazurro, Causa, Blanes Viale, Castellanos y Rosé, su maestro) y desemboca, casi naturalmente y con enorme convicción, en la abstracción.
Una abstracción concebida como una opción de libertad, sin sujetarse a reflexiones teóricas que debiliten la trepidante exaltación emotiva, el contento de la existencia en acto. Empero, no transitó por la errática subjetividad sino que con obstinado rigor experimental (resultante de su práctica docente) fue elaborando grandes planos muy construidos desde dentro, de límites irregulares que dejan libre el espacio del fondo para establecer un contrapunto dinámico de rítmicas composiciones. Pasó así, de la pintura táctil y figurativa a la abstracción de formas planas de color puro (azul, amarillo, rojo), a veces con tratamiento de sutiles tonalidades, separadas por un trazo grueso negro que de vez en cuando aparece integrado al interior del plano cromático. El ritmo compositivo se amplía en los años sesenta en estructuras monumentales (aunque de mediano tamaño) reducidas a la mínima expresión plástica para capturar en ondulantes y sensuales formas el ritmo vital y la celebración del momento.
Sin atenerse a esquemas preconcebidos, con una infalible intuición, Pareja combina signos y planos, los independiza, reunidos en un indescifrable rompecabezas, o los recorta contra un fondo blanco marfileño de una espacialidad desdeñosa de la perspectiva, de sostenido lirismo en la transparencia del color.
Cuando retoma la pintura, luego de un largo interregno, lo hace a partir de la impronta barradiana (Niña con mate, 1952), sin sujetarse a esa modalidad, pues en ocasiones penetra en un neoexpresionismo capturando la atmósfera violenta de los años de la dictadura militar.
No fue por acaso que en Francia e Italia se ejercitó en la pintura mural y el mosaico bizantino, ampliando las teselas en el cuadro. Esa experiencia la trasmitió en el contagiante diálogo con sus colegas del activísimo Grupo 8 y, en especial con sus alumnos de la Escuela Nacional de Bellas Artes primero, en calidad de profesor, congregando en su taller de Las Piedras a un núcleo distinguido de alumnos que formaron el grupo La Cantera en 1954. Luego, como director de la misma institución, ya en plena renovación pedagógica, en la secuencia de trabajos de sensibilización colectiva en muros barriales o la difusión popular de la cerámica decorada y telas serigrafiadas. Entre el individualismo del cuadro de caballete y la voluntad de integración del arte en la sociedad, Pareja desarrolló una línea de compromiso permanente (con la pintura, con la sociedad) y tuvo su prolongación en numerosos discípulos que a su vez se convirtieron en maestros.
(*) Di Maggio, Nelson. 2006. “Miguel Ángel Pareja en Galería de Las Misiones”. Museo Municipal de Bellas Artes Juan Manuel Blanes 2000.