Alguna vez se definió a sí mismo como un electrón. Esto le permite estar en más de un sitio al mismo tiempo. En la ficción y en el periodismo. En los lugares que ha ido habitando, desde el Chile de la retirada hasta la Suecia del exilio, pasando por la Nicaragua de la guerrilla o la corresponsalía de guerra, sin que nunca haya dejado de estar en aquella Las Piedras de su infancia. Nacido en un hogar del Paso Molino el 20 de marzo de 1953, entra con facilidad en la docena maestra de quienes escriben la mejor narrativa en el Uruguay actual.
Aunque firma sus trabajos con una sola t, el Fernando Buttazzoni que figura en la partida de nacimiento se escribe con dos. El equívoco es fruto de un error de imprenta en la edición cubana de Los días de nuestra sangre (1979), libro que le valió un temprano Premio Casa de las Américas. No tenía cómo corregirlo: estaba peleando en la guerrilla en Nicaragua. Así se quedó, entonces. Casi que por cábala.
Se puede hacer periodismo en prensa, en medios audiovisuales o en instalaciones de arte conceptual. Fernando Butazzoni hace periodismo escribiendo novelas. Al terminar su primer libro importante, El tigre y la nieve (1986), comprendió que eso que acababa de hacer “era una novela que era otra cosa, que era más y tal vez era menos”. A partir de ese momento, sus obras mejor logradas son tres cosas al mismo tiempo. La historia que narra, el trasfondo del cual esa historia es un caso ejemplar (hasta ahí nada nuevo en un narrador “serio”) y la interrogación sobre el mecanismo que pone en funcionamiento para investigar y contar, que explicita como parte de la trama. En cómo junta los tres vértices está el sello personal. Cómo deja que el lector acompañe la investigación del narrador personaje en Las cenizas del Cóndor (2014) desde la enigmática llamada del comienzo. Cómo los materiales que acopia para Los que nunca olvidarán (2020) se corporizan en un sueño que se sueña despierto (“me dieron ganas de hacer una montaña con todo eso, y después comenzar a escalarla de a poco, ver qué había en la cima, en las vertientes más empinadas, en los valles y senderos”).
Al momento de escribir ese sueño metodológico ya habían pasado 15 libros y 34 años desde aquella historia de una “heroína imperfecta” que había sido El tigre y la nieve. La primera de la involuntaria “trilogía del Cóndor”. Si bien la que se centra con más propiedad en esa coordinación represiva de las dictaduras del Cono Sur es Las cenizas del Cóndor, los campos de exterminio ya estaban en aquel inicio de 1986 (en particular el de La Perla, en Argentina) y vuelven a estar en su flamante Nosotros los vencidos (2023), sobre los primeros aleteos del ave rapaz en el Chile de setiembre de 1973.
El tema de este último libro es, en apariencia, la peripecia de los tupamaros que quedaron librados a su suerte en esa carnicería que fue el golpe de Estado de Augusto Pinochet. En verdad es un libro sobre la huida, cualquier huida en cualquier plano, con esa lucha por hacer que una desbandada se parezca, en algo, a retirarse en orden para seguir pulsando la cuerda que sea que se pulse como motor (propio o colectivo).
Del mismo modo, Los que nunca olvidarán es más que otro rizo de una historia que ya se contó otras veces, aunque siempre se la hubiera contado con lagunas: la muerte de un carnicero nazi a manos de un comando israelí en un balneario uruguayo. Porque, como dice en ese libro, “vinculado con esos dos hechos concluyentes, los que son por sí mismos enormidades imposibles de eludir, hay un vasto territorio que se deforma, siempre sometido a vaivenes y alteraciones, en un proceso de fatigosa alquimia mediante el cual se puede convertir la mierda en oro”. Listo. Se imprime. En ese “vasto territorio que se deforma” es que la literatura se vuelve, para el autor, herramienta del periodismo. Más disco de desbaste que pulidora de esparto. “No se trata de abrillantar la realidad, sino de provocarle los despojamientos necesarios”, dirá casi al final de su trabajo sobre Herberts Cukurs. Por eso había advertido al comienzo: “Una novela, un reportaje o quién sabe qué”. No sabrá qué, pero sabe dónde. O desde dónde. “Instalado en los límites de la ficción”, como dice Alicia Torres (Brecha, 9/10/2014).
Engañosa siempre, inexacta nunca
La postal era bella pero falsa. “Otra vez la verdad se escondía por detrás de la realidad”, anotará en Nosotros los vencidos para hablar del Cajón del Maipo. Desenterrarla nunca implica para este novelista optar por la inexactitud. Al contrario. “Catorce pasos debió dar Herberts Cukurs detrás de su amigo Anton Kuenzle para cruzar la calle Colombia y llegar a la entrada de la casa”. Estoy seguro de que Butazzoni los contó. Para eso fue a Shangrilá, para eso fue a Letonia. Por eso Las cenizas del Cóndor le llevó una década de trabajo. Por eso regresó al Chile de todas las heridas para Nosotros los vencidos. Por eso entrevistó a todos los tupamaros involucrados en el caso Dan Mitrione: el que lo secuestró, el que lo mantuvo cautivo, el que le disparó para matarlo: así se escribe la novela Una historia americana (2017).
En el libro más reciente se cruza un dato del libro anterior sobre el Cóndor. Era imposible, pero se había hecho: una mujer de Diaguitas, de nombre Juana Belén, cruzó en 1974 a la uruguaya Aurora Sánchez, aquella de las cenizas. Y otro, quizá definitivo en más de un aspecto: Butazzoni pudo haber sido uno de los que huyeron por el Cajón del Maipo. Tal como lo cuenta en La vida y los papeles (2016), mientras vivía en el Chile de 1973 exploró, con otros tres tupamaros exiliados, la factibilidad de huir por la cordillera en caso de necesidad extrema.
Las cuentas de esos collares están engarzadas, igual que los puntos de referencia literarios. En Una historia americana había estado el eco de Jorge Luis Borges (¿no es la bala, tal como ahí la narra, pariente del animista puñal borgeano que es, a su vez, una de las claves de Príncipe de la muerte, de 1997?). En Nosotros los vencidos están César Vallejo (“el espectro de aquel hombre fusilado treinta años antes se hizo presente en el juzgado y acompañó el recorrido del sumario”), Rodolfo Walsh (en el fusilado que caminó con los balazos en el cuerpo) y William Faulkner a través de Juan Carlos Onetti (“y quizá por eso los sobrevivientes creyeron después que el infortunio se les había atravesado justo en ese lugar, o que ese lugar era el infortunio mismo”). Son ecos de una formación literaria que se utilizan en la mezcla de barros para amasar los ladrillos que luego pondrá en su propia construcción con sus propios planos y su propia mano de albañil.
Identikit
Butazzoni definió al Buttazzoni de sus 18 años como “un tupita”, por edad y por lugar en la estructura de “la orga”, el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. En Cuba se volvió artillero. Listo para la parte convencional de la guerra de liberación de Nicaragua, en el Frente Sur. En entrevista con Débora Quiring (la diaria, 23/10/2020), recordó que fue alumno liceal de Vivian Trías, Carlos Machado y Luis Solari. Que a los 15 años leía a Mao Zedong y a Louis Althusser, los que se sumaron a las historias de Bomba, el niño de la selva de la colección Robin Hood para adolescentes. Que más tarde se agregaría Ernest Hemingway como primer modelo literario. Que en Uruguay trabajó en un tambo, en Chile en una fábrica de cerveza y en Suecia repartiendo diarios antes del amanecer. A La Onda digital (octubre de 2000) le confesó que, entre tantos oficios, su máxima aspiración es ser un buen carpintero: “Uno puede trabajar con las palabras como si fueran maderas durante horas y horas para tratar de escribir una ficción, o trabajar las noticias para saber luego cómo enfrentar el micrófono”. Fue presidente del Sodre durante el segundo gobierno del Frente Amplio. Por creer en un proyecto colectivo, pero ya sin partido. Esa independencia le permite, por ejemplo, ser una de las voces que se han pronunciado con más claridad en contra del gobierno dictatorial de Daniel Ortega en Nicaragua (“Solidaridad con Dora María Téllez, presa política en Nicaragua”, la diaria, 6/10/2022), y “222 razones más”, La Onda digital, 02/2023). A Gerardo Tagliaferro (Montevideo Portal, 18/11/2014) le dijo que, más que nada, se considera un militante filosófico.
Sabe que no alcanza con describir la realidad para describir por completo la realidad. Por eso, cuando detalla el procedimiento de trituración mecánica que sustituyó a las primeras quemas de libros de la dictadura de Pinochet, acota: “Describirlo es como redactar un antipoema a lo Nicanor Parra”. En otros tramos el auxilio le viene del lado de Raúl Zurita, el único poeta actual capaz de tomar el relevo de Pablo Neruda. No se trata de aprovechar el prestigio de un nombre para que la reverberación ajena haga vibrar al lector de un modo en que las páginas propias no logran hacerlo. No. Los nombres de los poetas, así como los recursos poéticos que usa en la mezcla de su prosa, son un tensor con el que aballestar la narración. Para que la flecha salga con más potencia y tenga más chances de dar en el blanco. Cuando en Nosotros los vencidos un jefezuelo militar firma una notificación judicial 35 años después de los crímenes cometidos, y lo hace con “una firma rara, poco elegante, con tres lazos que suben y bajan apenas en el papel y se unen mediante unas líneas temblorosas”. El arabesco se justifica en la frase que le sigue: “Parece el electrocardiograma de un moribundo”. Estamos lejos de la floritura gratuita del rococó; es el remo que entra de nuevo en el agua de la historia que está contando y la impulsa con fuerza.
Como cajas chinas
En casi toda su obra va sembrando cápsulas de narración para perfilar personajes. Así, en Nosotros los vencidos, ese jefe de destacamento militar con firma de moribundo, Mateo Durruty, con su vejez en la que toda certeza se construye sobre una negación (“en mi cuartel no había gallineros”) es una forma bonsái de la novela de autócratas envejecidos, tan arraigada en la literatura latinoamericana. El baqueano que busca con desesperación Aurora Sánchez en Las cenizas del Cóndor, para que la cruce al otro lado, merecía su propia historia, y la tiene años después en un capítulo de La vida y los papeles. De forma parecida, casi al final de Los que nunca olvidarán nos deja con ganas de pedirle que tome esa página de los juicios a los criminales de las SS y comience desde ahí una crónica novelada sobre esos ancianos que caminaban despacio. “Y los había con medallones como cencerros que colgaban de sus pescuezos”. ¿No es hermoso? Tanto como el paisaje del Cajón del Maipo en la huida de Nosotros los vencidos. La belleza como contraste dramático del horror.
Los personajes tienen siempre su contrario. En su novela más reciente la antípoda del asesino de Estado es “el rescatista”. Más un Leitmotiv que un personaje. En la partitura de Nosotros los vencidos sus notas se escuchan cuando se habla de él mismo (Fernando Barreiro) y se vuelven a escuchar cuando entran en escena la diplomática argentina (Josefina Prytyka), el ángel guardián inesperado (Belela Herrera) o el embajador sueco (Herald Edelstam). Este último, tan real como el pan, es una construcción literaria en sí misma, mitad novela de espionaje mitad realismo mágico (primero Butazzoni deja caer, casi como una rareza idiosincrática, la concepción exagerada del derecho internacional que expresaba el diplomático, de considerar territorio sueco todo aquello que tocaba, para luego llevar ese tic a una de las claves del desenlace).
Esas cajas chinas incorporan, casi siempre, fugas hacia lo atávico. ¿O no es eso aquel “detalle” de que los miembros del comando que ajustició a Cukurs hubieran estado desnudos como los hombres y mujeres que él años antes asesinaba? ¿Y la odisea homérica del Negro Viana en La vida y los papeles?
En el trasfondo hay, también, algo dostoievskiano. El tema del doble en Una historia americana donde más de una vez “el guerrillero clandestino y el auxiliar contable están a punto de fundirse en un abrazo destructor, pero no lo hacen”. Lascas de Crimen y castigo (1866) en casi toda su bibliografía que importa. Una mención al pasar en Nosotros los vencidos, esa que refiere al “guante blanco” de los inicios de la guerrilla urbana, recuerda el marcador fluorescente que el autor puso sobre la decisión de matar a Dan Mitrione como un momento decisivo en la derrota tupamara (Una historia americana). Y lo reafirma en Los que nunca olvidarán: “Todo acto justiciero acaba por ser, de una forma u otra, un procedimiento vengativo más o menos legitimado”. Aunque a veces no alcanza. Ni para los nazis de Riga ni para los nazis de Santiago. Onetti de nuevo: “El alma de los hechos –dirá Butazzoni en su novela– es aquí un recipiente desbordado que muestra los motivos, el rencor, los sueños y odios de quienes se enfrentaron aquella tarde en Shangrilá”. El “nudo moral” le llamará en la última página.
Cine, fantasmas, método
Guionista de siete películas y de una serie televisiva en camino sobre Las cenizas del Cóndor, el cine no le ha sido nunca ajeno. En sus libros eso se nota. Una de las escenas protagonizadas por Barreiro es una de las más cinematográficas de Nosotros los vencidos. El interrogador le presenta un arma y quizá imagina tenderle una trampa. Barreiro intuye que la trampa puede ser también una salida. Tras una precisa descripción de la subametralladora (lo que en cierta forma lo delata), Barreiro deja caer una frase: “Los nazis la usaron, pero igual perdieron”. Toda la escena puede citarse como un ejemplo de la frontera entre literatura testimonial y novela periodística. Escribe Butazzoni que a Barreiro “nunca le ha sido dado fijar momentos para después unirlos y obtener una secuencia más o menos temporal de lo que ocurrió”. Que es lo que Butazzoni hace. Un tejido narrativo como forma de “dar cuenta de lo ocurrido” cuando el tiempo oxida la posibilidad del testimonio. Tiempo que mientras se hace algo parecido a la novela histórica, como en Príncipe de la noche, es una “llanura inmóvil”. Casi dócil. Apenas se entra en los barros del periodismo, esa llanura, sin embargo, se mueve.
Sus novelas no están a salvo de fantasmas. Príncipe de la noche se presta para tenerlos en cantidades carpenterianas. También aparecen en geografías menos proclives a su proliferación. A veces son reales, como el soldado de La vida y los papeles que no le disparó al Buttazzoni de 18 años durante un allanamiento en su casa, y que el Butazzoni escritor busca y encuentra años después, para descubrir que ambos recuerdan el episodio de manera diferente y que “verdad y realidad son palabras sinónimas, aunque no deberían serlo”. Mientras se detiene con precisión (a veces excesiva) en los expedientes de los tres tupamaros que lograron salvarse en Nosotros los vencidos, parece querer exorcizar lo que no sabe de los tres que siguen desaparecidos y que se resisten, incluso, a ser novelados en exceso. Son otras formas de las “hermanas del bosque de Rumbula” de Los que nunca olvidarán. “Quisiera poder nombrarlas a ellas y a los demás, porque entiendo que allí se halla el único compendio posible de aquellas hecatombes, o por lo menos el único decente. Nombrar, decir. Nombres, fechas y lugares. Cada nombre y cada lugar, todas las fechas, todos los nombres, todos los lugares”.
Cuando en las investigaciones aparecen callejones sin salida, el autor igual se interna en ellos, como los fugitivos de Nosotros los vencidos. “Para recorrer este territorio me parece que lo más honesto es apelar a la especulación sin adornos, la ficción verdadera de un relato, y no a los malabares destinados a dotar de verosimilitud a lo que no se sabe”, escribe en Los que nunca olvidarán. Ficción verdadera. En Las cenizas del Cóndor Butazzoni cita el concepto que Tomás Eloy Martínez escribió en Santa Evita (1995). En La vida y los papeles se permite invertir los términos de Eloy (“en las novelas lo que es verdad también es mentira”) y preguntarse qué pasa con eso (y su viceversa) en la realidad. Le dirá a Gabriel Peveroni (Caras y Caretas, 2/2018): aunque “es muy aristotélico pensar que la realidad sea el único principio de verdad […] a veces sucede al revés”.
Títulos
Además de sus libros principales, citados en el cuerpo central de esta nota, Fernando Butazzoni publicó Nicaragua: noticias de la guerra (1986, crónica), La danza de los perdidos (1988, novela), La noche en que Gardel lloró en mi alcoba (1996, novela), Los ensayos del orobon (1997, ensayo), Mendoza miente (1998, novela corta), Libro de brujas (2001, novela), Seregni-Rosencof (2002, entrevista), Alabanza de los reinos imaginarios (2004, ensayo), El profeta imperfecto (2007, novela), Un lugar lejano (2010, novela luego llevada a la pantalla con guion propio). En cine también es guionista de los largometrajes Des-autorizados (2010), Esclavo de Dios (2013) y Solo (2014). En 2017 se estrenó su pieza teatral La heladera sueca. En su prehistoria hay que agregar De la noche y la fiesta, poemario destacado en el Premio Rubén Darío de Nicaragua (1980). Fue periodista en Brecha, La República, Clarín (Argentina), entre otros medios de diferentes países, y director (por concurso) de Gaceta Universitaria, la revista de la Universidad de la República. Ganó más de una decena de premios literarios incluyendo el Bartolomé Hidalgo (Uruguay) y el José María Arguedas (Cuba).