«La flor de lis» de Marosa di Giorgio:
una epifanía en la erótica de la incertidumbre
La editorial uruguaya HUM editó su cuarto texto de la escritora salteña y, con ello, trajo una primera edición local de «La flor de lis».
Montevideo Portal, Beat. 31.05.2024
Escribe Jimena Bulgarelli | @jimebulgarelli
Leo como puedo. Abierta, sin dudas, febril, de cuclillas. Leer a Marosa di Giorgio (Salto, 1932 – Montevideo, 2004) es tratar de dilucidar un texto misterioso, aunque de gran claridad, con la conciencia de que jamás se develará el misterio. Lo incierto es, precisamente, la verdadera motivación.
La noche es clara, el día ensombrecido, y la luna dorada acompaña el sueño. La Flor de Lis, como la mayoría de su obra, presenta un mundo alumbrado por contados e inmensos rayos de sol, en donde rige el deseo y se forja inconscientemente el acercamiento entre el placer y el dolor.
La flor de lis, el último libro de Marosa di Giorgio. Escrito con conciencia del fin de su vida, fue publicado poco antes de su muerte. Es, entonces, una premonición. Una despedida.
Ella nos lleva. Vamos. Transcurrimos el texto de manera ciega y precipitada.
Aparecen pequeñas escenas, una tras otra. Todo ocurre como en un huracán azucarado e imparable.
Desde esos viejos retazos retomados, ya marca esa quemazón somnolienta que queda vívidamente en el pecho, cubriendo como un enorme manto la sensación de angustia y de deseo.
Son los Papeles Salvajes los que compilan su obra poética, desde 1953 hasta su muerte, pero las páginas de La flor de lis tienen fragmentos de aquel. Esta última, es cierto, ya podía encontrarse en Uruguay con una edición argentina de Cuenco Del Plata, pero este 2024 significó una primera publicación en una editorial uruguaya. En este caso, a través de HUM y Estuario, que ya cuenta con otros libros como La rosa mística, El camino de las pedrerías y Misales.
Poeta y narradora uruguaya, pero más específicamente nacida en Salto, Marosa di Giorgio fue una de las voces de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Dicen que ella misma fue la mejor intérprete de su propia obra literaria, gracias a su formación como actriz en Montevideo, ciudad en la que se radicó al final de la década del 70 con su familia.
Y, a partir de los 80, se convirtió en una figura de culto en el Río de La Plata. Por razones como está: desde el comienzo de Flor de lis hay un tono de sabiduría, de conciencia visionaria que solo se presenta en el interior, dejando el exterior completamente desligado hasta el punto de no saber qué ocurre.
Marosa se adentra como se entrega a la alucinación del inconsciente para traernos respuestas duraderas que se nos deshacen al querer darle significado en esta realidad. La frase salvadora carece de signo aparente. Así, yendo a lo irreal, altera las percepciones cotidianas.
Su lectura compromete hondamente la piel y la lengua, volviendo cuerpo y lenguaje inseparables. Es la reminiscencia de un cruce sombrío: desestabiliza la imagen común y plantea una revelación. El deseo, habita, inevitablemente. Y habita, también, a otros cuerpos como a los del mundo animal, experimentando con encuentros que no son cercados por edades ni sexos, como tampoco por especies.
“Era de noche cuando apareció el Animal…Quedé trémula, irradiada de algo que venía del Animal a mí. ¿Qué hacer? (…) Me tendí a su lado, empecé a vibrar…”, escribe. En primera instancia, podría ser una monstruosa y errada evocación, pero es nada más que la propia animalidad del lector revelada. Un respiro y la liberación de la ya inevitable domesticación que reprime el deseo sexual.
Desde Marosa se viene acumulando el poder femenino de una manera más masculina, en donde la imagen de la seguridad es primordial. Pero di Gorgio glorifica la inseguridad y la erotiza. Utiliza la feminidad, concebida como débil, y la honra. Nos hace ver que la duda da lugar a la mutación, a la abierta experimentación, al todo y a la nada que, de hecho, juega casi con lo sadomasoquista, con los extremos luz y oscuridad, vida y muerte.
La inseguridad de la duda es la premonición de que algo sucederá, y no se sabe exactamente qué, haciendo de la incertidumbre un gran elemento acaso olvidado, pero que afecta intensamente a la sexualidad.
La intensidad de las relaciones sexuales que Marosa transmite podría radicar en la posibilidad de un encuentro fallido o logrado, de la misma duda.
Rompe escandalosamente con lo real, creando una angustia de imposibilidad que puede explicarse en imágenes predeterminadas de la cultura. Muestra la inestabilidad a través de un mundo real que no parece ser percibido completamente, en contraposición a un mundo irreal o interior que es de una conciencia intensificadora de sentidos.
Muestra, entonces, la inestabilidad no nombrándola, dejando numerosos huecos. He ahí la duda, la ranura que lleva a la libre experimentación, el agasajo, el elemento erótico en donde todo es revelación. No hay necesariamente sexo verdadero, sólo cabe el cuerpo y el deseo para desembocar en el placer.
Da lugar a una poética satírica en torno a la iconoclastia, dice “Salí a pecar (…)” y el pecado resulta delicioso. Aporta movilidad, subvirtiendo constantemente imágenes normalizadas y acríticas. Parece ser que una principal preocupación es el querer desplazar la imagen propia como centro importante, criticando de esta manera, y sólo quizás, un narcisismo incrustado en el humano que no nos deja vivir con intensidad el goce, exclamando que no importa realmente dónde ocurre el deseo.
Hay, también, un tinte amoroso, apenas dibujado, que da lugar a un espejismo pasajero como lo es el encuentro con consentimiento.
Se plantea un mundo diferente que, al atravesarlo, se disparan las alarmas que califican y que señalan. Hay escenas donde podría decirse con total claridad que allí ocurre una violación. Pero, ¿en ese universo puede decirse que se trata de una violación?
En su poesía hay una constante sensación de pertenecer, de familiaridad, y si recurre a la palabra “violación” es quizás para acentuar aún más la erótica de la incertidumbre, donde rara vez en este texto la angustia sobreviene.
Cuando la angustia aparece es a modo de advertencia por contrario de lo familiar. Hay que recordar que lo familiar en ese mundo no es sino lo monstruoso en este mundo. Y cuando pierde agua de los pezones, y de la vagina deja caer pequeños diamantes, es la imagen de lo que ocurrió, del goce reciente. No es, en este caso, una pérdida que provoque una sensación de desamparo.
Lo imposible ocurre, la fantasía se vuelve real, familiar y hogareña, pero también está el lado más irreal en donde el mundo erótico transcurre en la infancia y es esencialmente doloroso. La erótica es diferente. “Es de usted la… magia”, dice casi acabando el libro.
Su obra puede que pertenezca a un género dudoso y alternativo que acompaña como forma al concepto que ella maneja.
La anécdota deviene con prisa, sin temer a una confusión en la que podría ser acusada por repetición, afirmándose sobre su estilo intensamente íntimo, de lenguaje propio. No se ve en su creación eso de estar limitada por barreras invisibles de lo correcto, pero que provocan verdaderos desastres.
Es una escritura que se hace sin miedo, de manera enormemente honesta, sin traición propia porque ese sería el verdadero pecado. Extravagante y recargada, se afronta a lo simple logrando que lo familiar se vuelva extraño. Toma lo animal, lo feroz y lo divino, sino ferozmente divino, y construye desde lo aparentemente inconcluso una mutación que desemboca en un deseo violento y pecaminoso, que ocurre siempre a partir de la incertidumbre, de algo que era y no era.
El yo lírico está en constante interacción con una naturaleza que resulta ser más familiar que la propia especie, en donde lo preestablecido y lo previsible no tiene lugar. Es un texto en el que ciertos términos debemos repensarlos, desarraigarlos de nuestra cultura, desplazarlos de nuestros códigos para que puedan cobrar un verdadero sentido, como que la turbación sea un signo de deseo y la cólera signifique en realidad un intenso entusiasmo.
Son constantes alteraciones las que causan reparo, pero debemos hacer el esfuerzo de desligarnos de toda normativa para permitir el polimorfismo lírico. Así sucede no sólo en el significado, sino también en el sonido de una palabra en el que, a partir de uno, surgen otras como catarata, quebrando de esta manera el patrón común que deriva en una euforia casi infantil, y acompañando el devenir anecdótico.
El agobio es visible en el narrador, está estupefacto de imágenes que necesita agarrar pero que no puede, ocasionando escenas discontinuas: de la lluvia de palabras ocurre un discurso con tono de epifanía. Hay un efecto tras otro, la secuencia de palabras hace el ritmo, las cosas simplemente existen y se revelan sin nombre, logrando el misterio y la duda en el encuentro.
Todo viene y vuelve a la nada. Aquí, el torturador es torturado. La agresión sexual no es nunca hacia el yo lírico. La violencia en este mundo es, esencialmente, erótica. El narrador se libera de toda culpa al enmascararse de planta o animal en un encubrimiento no maligno ni perverso, y rechazando los ojos juzgadores de la cultura.
La violencia resulta necesaria en un acto erótico que juega con la vida y con la muerte para dar lugar a la resurrección de placer y dolor en el que no hay angustia como tal. Hay, sí, una ambición excesiva que lleva a la autodestrucción, los personajes se encuentran sumidos por el deseo al punto de que un moretón se muestra con orgullo. No podemos calificar en este mundo el mal. Es que en la obra no hay una distinción entre el bien y el mal que se comparta con nuestra realidad. El ángel y el demonio conviven y, de hecho, se intercambian. Y la luz y la sombra, como el día y la noche, juegan un papel importantísimo. Todo encuentro resulta insuficiente y el goce llega a ser tortura, y la luz del sol y de la luna son indistinguibles hasta ser una.
Los personajes como las atmosferas son ambiguos y contradictorios. Las cosas ocurren y a la vez no, están y no están. Mueren, pero viven aún más. El uno es, pero se observa. Por ejemplo, la madre aparece reprobando, pero más tarde acusa a quien juzga como si fuera un hereje. La madre ve, pero a veces simula no ver, los acontecimientos que son esporádicos y los espacios son habitados por sucesos reales y ficticios.
Marosa y su obra trascienden cualquier mandato.
La anomalía se opone al positivismo. Todo se ve guiado por una fuerza inmensa y espiritual que vive tanto en el interior como en el exterior, un cosmos vivo. Rehúsa el narcisismo para que todo se deslinde del acto hecho por decisión propia, el de abandonarse para simplemente estar y no estar y, en donde el placer con el uno como con el otro, se vuelve una experiencia colérica y absoluta.
Hay una captación de la energía que parece ser más veloz que el propio acontecimiento. La energía a modo de aura logra superponerlo todo causando una sensación de libertad en las interminables mutaciones. Todo está en movimiento, todo está abierto, todo puede ser una propuesta erótica.
Todo se presenta de manera extraña, el padre, la madre, las tías, la escuela, las bodas, el mismo drama amoroso que se presenta levemente ocurre de gran intensidad y con sensación constante de peligro, como si siempre estuviera por colapsar, causando una violencia erótica para terminar con la vida del otro o en la autodestrucción.
Todo sufre extrañas transformaciones, el deseo devora, hay un constante devenir, y hay un sentido visionario. El valor y la intensidad del texto dependen completamente del abandonamiento al que se someta un lector para poder experimentar con mayor libertad.
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Notas de lectura:
Imágenes increíblemente vívidas, de colores explosivos, de movimientos que se suceden como sueños, sin conexión aparente. Sí, es un sueño donde quien enuncia es consciente. Es un poema, desestructurado, de verdad oculta. ¿A dónde voy? ¿A dónde voy? Jamás habrá respuesta. Las imágenes que parecen pasajeras se retoman. Una paloma se posa, levanta vuelo y vuelve en las páginas siguientes. Así, las figuras adquieren un significado aún más fuerte, de presencia continua, interrumpida visiblemente, pero acechando.
Imágenes que se retoman cuando el tiempo ya pasó: los huevos añejos de donde saldrán más gallinas, ella misma que viste su vestido agujereado y que ahora le queda largo, y el anillo que lleva en su mano hace ya varias décadas. Parece jugar constantemente con la niñez y la vejez, la tarde y la noche, el sol y los muertos. Comienza buscando la respuesta que sabe inexistente, queriendo revelar lo invisible. De hecho, la infancia, la madurez y la vejez se mezclan en la imagen del sexo con pelos rojos, rubios, negros.
El dorado y las sombras se superponen una y otra vez, como los días de gloria y los pimpollos rotos, o la estrella que resplandece y encandila con su incendio. La flor de lis es la vida, la resurrección, la iluminación. Es, con fuerza durante todo el libro, ese perfecto escudo heráldico, alquímico, es la ceremonia divina humana deshumanizada. Es, aunque suene excesivamente oscuro para Marosa, el inevitable sadomasoquismo de una relación que necesita la muerte durante el acto sexual para renacer. “El picaflor le trabajaba el sexo/ Ella bramaba y lloraba/ El pájaro no se detenía”. La flor de lis es una estampa, un ángel de la guarda que la librará de todo aparente mal y la salvará. Esplendor y oscuridad.
La sensación de una revelación sencilla persiste durante todo el texto. Algo que sucedió, pero que al mismo tiempo no, existe y no, y realmente no importa. Es una intuición latente intensísima. Es, de una conciencia interior fuerte, que visualiza una realidad inescapable, pero la conciencia exterior es débil al punto del no saber qué pasa precisamente, si es que acaso algo sucede. Entre el murmullo, la flor de lis se personifica.
Todo se mueve desesperadamente entre la luz y la sombra, la muerte y la vida. El sexo, las edades, los colores. Hay niños que con ardor quieren violar como acto divino. Todo ocurre como una tragedia en claro-oscuro. Todo se despersonifica, cambia de color, muta, la propia flor se vuelve desconocida, pero la estrella azul permanece observando. Todo parece transcurrir en la irrealidad, de forma muda, inmóvil, de boca roja y pómulos sonrojados. Mi voz podría romper una ley, enuncia, y el acto violento sexual necesario ocurre parra llegar al cielo.
Crecer e intervenir. Todo se deviene de una manera sagaz, astuta. Todo ocurre extraña pero necesariamente, de una manera impulsiva desde el vientre, con decisión se sale a pecar por un culto íntimo propio, a veces de dos. Las imágenes se superponen, el pecado es un pez, un enorme pescado hecho a pedazos de pecados. El martirizador y el mártir se confunden. Y en el vacío hay una pregunta y una respuesta, pero no se entienden bien. Se confunden sol y luna, está oscuro pero es de día, la luz es dorada y negra de eclipse. El mundo se va, imperceptible.
Una dualidad acecha, entre vírgenes y demonios. El casamiento y el funeral. Todo duele y es placer. El sol aparece a mitad de la noche, radiante. Los propios órganos sexuales mutan, las orgías ocurren con dulce naturalidad; el daño y la vergüenza dan gloria. La delicadeza es brutal. Visión, dolor de clemen, mamá. Nada se percibe con claridad. Dormir, soñar, rezar, es lo mismo. Y ya no es de noche ni es de día. La inmovilidad ocurre para cuidar al sol que tomó y colocó en el tocador. Un enfrentamiento, un agasajo dudoso con un pez-pecado artefacto donde la sexualidad se detiene o no. Las nubes son negras y blancas, hay un canto de cisne pecaminoso y lo maldito es sacro. Hay un tormentoso devenir que no se consolida y ocurre la paz.