El Greco mantiene una vigencia de cuatro siglos:
moderno, original y complejo
Por Valeria Delgado
InfoBae, 19 Mar, 2024
El pintor cretense radicado en Toledo ocupa un lugar relevante en la historia del arte por un estilo que preanunció el modernismo, reivindicado por los impresionistas dos siglos después de su muerte
Hace diez años, la ciudad española de Toledo se preparaba para una celebración única: los 400 años de la muerte de El Greco. Hoy, a una década de ese acontecimiento histórico, el pintor de origen griego y toledano por elección, sigue siendo reivindicado como uno de los artistas más originales de la historia del arte y un adelantado a su tiempo. Si bien es cierto que El Greco pudo vivir de su oficio y disfrutar de cierta fama y prestigio, también lo es que fue un artista incomprendido en su época y su pintura cayó en el olvido por siglos, hasta que los jóvenes impresionistas lo redescubrieron 250 años después.
Doménikos Theotokópoulos, tal su nombre original, había nacido en Creta en 1541, una isla griega que en ese momento formaba parte de la República de Venecia. Allí vivió su infancia y juventud junto a su padre y su hermano mayor, ambos comerciantes, pero Doménikos se formó como pintor desde niño y ya a los 22 años desempeñaba el oficio como pintor profesional. En Creta siguió el estilo que había en esa época en la isla y se convirtió en un referente de la pintura bizantina, es decir, la pintura de íconos. Esta tradición pictórica se desarrolló principalmente en el Imperio Romano de Oriente, es una forma de arte religioso en la que se representan figuras y episodios de la Biblia. Una influencia temática lo acompañó para siempre.
El éxito le llegó muy joven. Alrededor de sus 25 años ya era un pintor reconocido en Creta pero él decidió emigrar, buscar nuevos rumbos, aprender de otros maestros, ponerse a prueba en otras ciudades. El primer destino fue Venecia, una ciudad en estado de ebullición artística donde residían algunos de los grandes maestros del Renacimiento. Allí aprendió de Tiziano la utilización de la luz y los llamados borrones venecianos, una serie de manchas en las que desaparecía la línea y la forma se volvía difusa; y de Tintoretto, el uso del espacio y la composición de las figuras. En la ciudad también trabajaba Paolo Veronese, El Veronés, con quien se completa la tríada mayor del arte renacentista veneciano.
Para ese momento, Venecia ya había entrado de lleno en el período, pero con un fuerte contraste estilístico con el renacimiento florentino y romano cuyos máximos exponentes son aún hoy tres de los más grandes artistas de todos los tiempos: Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y Rafael. Mientras en Florencia y Roma se destacaban el dibujo y la austeridad, en Venecia se exaltaban el color y la sensualidad. En este sentido, la huella del estilo veneciano acompañará a El Greco toda su vida ya que un gran atractivo de su pintura es la elaboración del color. De hecho, tras siglos de estudio se llegó a la conclusión de que el artista eligió trabajar sus obras por transparencias y no por opacidad, la técnica que utiliza es de capas extremadamente traslúcidas que generan profundidad y, de esta manera, inducen al espectador a penetrar en la hondura del lienzo.
La rivalidad con Roma siguió vigente, incluso cuando El Greco decidió dejar Venecia y partir hacia esa ciudad. Si bien es cierto que a su llegada Miguel Ángel había muerto, su estilo todavía dominaba la concepción del arte del lugar. El Greco minimizó y hasta despreció la obra del artista romano, en una de las tantas cartas que aún se conservan, en las que él se animaba a reflexionar sobre su vida y su arte, definió a Miguel Ángel como “un buen hombre que no sabe pintar”. Aunque hoy en día resulte sorprendente, también el propio Miguel Ángel consideraba eso de sí mismo cuando lo convocaron para hacerse cargo de la bóveda de la Capilla Sixtina en la Basílica de San Pedro. Su pasión era la escultura y no tenía planes de transformarse en pintor, por eso, cuando el Papa Julio II le encomendó esa tarea, el artista la rechazó y huyó a Florencia con la excusa de terminar otros trabajos. Solo bajo amenaza de ser excomulgado, volvió a Roma y aceptó el encargo que, con los años, se convirtió en su obra maestra.
En este punto es pertinente aclarar que las particularidades pictóricas del Renacimiento como movimiento artístico habían empezado a quedar atrás. Los cuerpos y sus posturas, tanto de Miguel Ángel como de Rafael en la etapa final de sus vidas, se habían vuelto más complejos, más alargados, menos equilibrados y menos simétricos. Así nació el manierismo, ese estilo que surge como reacción contra el ideal de belleza clásico heredado de Grecia y Roma, algo que el Renacimiento abrazó durante dos siglos hasta agotarlo y lentamente abandonó. En los primeros esbozos del manierismo ya se identifican líneas contorsionadas, complicaciones laberínticas, exageración en los movimientos, escorzos en los cuerpos. La teatralidad en la pintura se hace presente y allí estaba El Greco para apropiarse de toda esta nueva tendencia artística de la que fue, años después, con sus cuerpos estirados y miradas hacia el cielo, un referente indiscutido.
La vida itinerante de El Greco llegó a su fin en 1577, cuando encontró en Toledo, España, su lugar en el mundo. Y no pudo llegar en un momento mejor. Toledo había sido la capital del Reino visigodo hasta 1561 y, tratando de recuperar ese estatus, intentó mantener su brillo y la centralidad cultural hasta finales de ese siglo. Esa búsqueda se mantuvo durante esas tres décadas y, por eso, conservó su esplendor caracterizado, sobre todo, por el cruce de culturas (católica, judía y musulmana). Toledo era la ciudad más cosmopolita y populosa del mundo con 350 palacios y ochenta mil habitantes, con un ambiente intelectual y artístico inigualable, en el que convivieron en esos años Lope de Vega, Góngora, Miguel de Cervantes, Rivadeneira y, por supuesto, El Greco.
Allí, El Greco desarrolló su personalidad artística y se convirtió en una celebridad. Era un hombre culto que vivía rodeado de libros. Algunos de ellos, por ejemplo, sobre la interpretación de los sueños, muchos años antes de la teoría de Freud sobre el tema. Solo así se entiende la complejidad de su obra. La utilización del color como reflejos, la creación de imágenes especulares, la elaboración de texturas, la construcción de sensaciones mágicas. Se ha dicho desde siempre que El Greco ha intentado pintar el espíritu, el alma; que ha sido el artista que quiso hacer visible lo invisible. Sin embargo, en esa búsqueda supraterrenal, nada está librado al azar. Si bien su trazo parece libre y ligero, cada detalle es premeditado. El Greco era minucioso, no pintaba rápido, demoraba mucho en cada cuadro y, aunque se notan los trazos de los pinceles en sus cuadros, no era por impericia o apuro, sino porque el artista pintaba directamente con el pincel, sin dibujo previo. Algo que solo se consigue con el dominio absoluto de la técnica y definitivamente incomprensible para la época.
El Greco fue un artista prolífico ya que vivía de los encargos y sin mecenas. Cuando le encomendaron la obra El entierro del Conde de Orgaz en 1586, le pidieron que retratara un hecho del pasado ya que el famoso señor al que entierran es Gonzalo Ruiz de Toledo un noble que murió en 1323. En el lienzo, El Greco muestra otro rasgo característico suyo como pintor, más allá de lo plástico y de la composición, era parte de su estilo incorporar en sus obras personas y objetos anacrónicos. Por ejemplo, quienes realizan el entierro son San Agustín y San Esteban pero él juega con rostros de su época, el niño del cuadro lleva la cara de su propio hijo Jorge Manuel y hasta se anima a un autorretrato a sus 45 años, rápidamente reconocible, ya que es el único personaje que mira de frente. Con este cuadro, en el apogeo de su vida, El Greco pintó su obra maestra. Una obra extremadamente compleja y con múltiples abordajes para su interpretación cabal.
A partir de ese momento, su estilo se va extremando cada vez más. El Greco hizo un camino único, alejado de las modas y de las tendencias. Decidió ser un pintor extravagante que se propuso ser original y pagó un precio por esto. A pesar de transitar gran parte de su vida como un artista consagrado, hacia sus últimos años, los tiempos de fama, lujos y gloria se fueron diluyendo. Ya casi sin recibir encargos, El Greco murió pobre a los 73 años, en 1614. Así, el paso a la inmortalidad no fue tal, sino que le llegó el olvido.
Hasta que, 250 años después de su muerte, lo rescataron los impresionistas franceses. Fueron ellos quienes lo redescubrieron y lo valoraron como un precursor del nuevo canon estético del arte moderno, como un adelantado a su tiempo. Su trazo ligero, las marcas de su pincel en el lienzo, la falta de contornos en sus figuras, las manchas, todo lo que no terminaba de comprenderse allá por el 1500, a partir de finales del 1800 fue revalorizado como de avanzada.
Un tiempo después, en las primeras décadas del siglo XX, también lo recuperó la vanguardia alemana pero desde otra óptica, destacaron que en sus cuadros el artista mostraba la furia, la pasión, la subjetividad emocional como después hicieron ellos, y de allí su nombre: “expresionistas”. Desde ese momento, su vigencia se mantiene. Incluso por la cantidad de producciones audiovisuales dedicadas a su figura, como la serie documental española El Greco: alma y luz universales, que nos acerca con un formato tradicional en sus seis episodios –disponibles en Prime Video- a la figura del artista y, sobre todo, a su influencia en el arte contemporáneo.
La vida de El Greco ha sido una vida llena talento, desafíos y tensiones. Lo notable es que, en su caso, después de casi 300 años de olvido y después de su resurgimiento, hoy mantiene una presencia indiscutida en el mundo del arte. Porque cuando se piensa en su arte se destacan de él tres características que lo definen y que probablemente también definan el arte en la actualidad: modernidad, originalidad, complejidad.